Luego, las negativas entre las distintas facciones, hace desembocar «en las masacres de Septiembre (1792), en la ejecución del Rey (21 de enero de 1793), en la dictadura del Comité de Salvación Pública y, finalmente, el Terror se convierte en un modo de gobierno. La Revolución devora a sus hijos y también se ve amenazada, en Vendée (Vandea), por una guerra civil asesina (1793-1794), cuyas víctimas rondan los doscientos mil muertos», contados entre revolucionarios y contrarrevolucionarios.
La muerte de Robespierre y Saint-Just, en 1794, dio paso al Directorio y al fin de la Revolución. Después vendrá el golpe de Estado (9 y 10 de noviembre de 1799). Nace el Consulado y Napoleón Bonaparte será, así, el primer cónsul. La idea era confiar a un hombre fuerte la garantía del orden.
Podríamos aventurar una teoría, un positivismo bolivarianísimo, una especie de ley de ciertos estadios de la revolución, y decir con absoluto aire comtiano, que las revoluciones casi nunca dejan nada; que detrás, en el último de esos estadios, impera el caos y el despotismo. Se suplica, entonces, por un corrector que corrija al corrector anterior, solo que este último es, por lo común, una (u otra) facción militar (hablando de lo nuestro). Y cito, pues, a don Mariano Picón Salas, siempre oportuno, cuando afirma que es de entender que, roto el marco jurídico de la vieja sociedad, sea el militarismo la única disciplina instintiva «de un pueblo en ebullición, en trance de fundirse». Insisto: corrección de correcciones, en esto nos deja la esencia de la revolución: el círculo vicioso. La pesadilla de la repetición. Por eso escuché con esperanza ciudadana las palabras del nuevo presidente de la Asamblea Nacional, ahora en manos de AD, cuando dijo, enfático, que no habían golpes buenos ni golpes malos. Mi padre observó el gusto con que atendí aquello, y saltó a decirme con regocijo e ironía que, «en este país, hijo mío, todos nacemos adecos, pero nos vamos echando a perder en el camino».
@EldoctorNo