Independientemente de las voces en prensa de izquierda o medios sociales que, incómodas con la presencia de la activista venezolana reclamaban por más atención a los problemas internos, podría suponerse que el gobierno mexicano finalmente fijaba una posición clara respecto del caos venezolano.
Por Wichy García Fuentes | Revista Replicante
Cuando Lilian Tintori, esposa del preso político venezolano Leopoldo López, próximo ya a cumplir dos años de cautiverio en una prisión militar a las afueras de Caracas, fuese recibida en el pleno del Senado de la República, todo parecía indicar que las altas esferas de México, en su gran mayoría, clamaban por fin a favor de la democratización venezolana y en contra de la sostenida y flagrante violación de los derechos humanos que a diario fomenta el gobierno madurista contra su propia gente. Con excepción de figuras clásicas de la necroizquierda local como Dolores Padierna —esa siempre entusiasta y alebrestada chavista dolorense—, senadores de los diferentes partidos, incluyendo a Miguel Barbosa, coordinador del PRD, expresaron a Tintori su solidaridad con la causa democrática, con la posible salida constitucional que en la actualidad podría representar la renovada Asamblea Nacional, mayoritariamente opositora desde las elecciones del 6 de diciembre.
Hasta ahí todo bien. Independientemente de las voces en prensa de izquierda o medios sociales que, incómodas con la presencia de la activista venezolana reclamaban por más atención a los problemas internos y rezongaban con el apotegma “candil de la calle y oscuridad de la casa”, podría suponerse que el gobierno mexicano, ejerciendo su derecho internacional a interesarse y opinar sobre las crisis graves en naciones vecinas, finalmente fijaba una posición clara respecto del caos venezolano. A sabiendas de que tratándose de Nicolás Maduro o su canciller Delcy Rodríguez cualquier declaración en contra del régimen siempre será recibida con el latiguillo de la “injerencia” o bien del “entreguismo a los Estados Unidos”, siempre derrochando lenguaje retador, grosero y poco diplomático, el senado mexicano esta vez optó por definirse a favor de la lucha opositora en Venezuela.
Siendo esta una lucha legítima, estaríamos tentados a creer que la política exterior del gobierno mexicano —cuya intención quedó clara desde la reunión de Tintori con la canciller mexicana Claudia Ruiz Massieu— se ha declarado también en contra del totalitarismo platanero. Esta noción, sin embargo, y aun dando por sentado que en un país con separación de poderes no necesariamente tiene que ser monolítica la opinión del presidente y la del senado, se vería resentida en sus cimientos si recordamos que, casualmente, por esos días en que Leopoldo López se entregaba a las autoridades y Venezuela se sacudía en manifestaciones antigubernamentales, el mismo gobierno mexicano le condonaba a Cuba una deuda de 500 millones de dólares. Con abierta camaradería, Enrique Peña Nieto y Raúl Castro se reunían y compartían acogedoras veladas. Castro II ratificaba que su gobierno siempre se había llevado mejor con México cuando el PRI estaba al mando, muá muá, y Peña procedía a borrar la multimillonaria deuda contraída por la dictadura cubana, una costumbre nada nueva que ha servido para mantener a flote a los Castro durante décadas, alimentados por el dinero ajeno y consiguiendo siempre nuevos créditos a tenor de promesas de cambio y aperturas que jamás se cumplen. El presidente mexicano, ajeno a la represión que sufren los opositores cubanos, a la ausencia de derechos civiles, de libertad de expresión y oportunidades que padece el ciudadano promedio, no dudó en ayudar Raúl Castro a sentirse menos presionado con su desastroso desempeño económico.
Así, al reconocer que la política exterior mexicana no discrimina a sus amigos por el comportamiento antidemocrático hacia sus connacionales, ni siquiera ante el hecho consumado de que Caracas y La Habana sean aliados tenebrosos en ese mal llamado “socialismo del siglo XXI”, cabe preguntarse si en realidad existe en México un consenso político de apoyo a la democracia venezolana, una posición regional honesta en contra de las violaciones a los derechos humanos que de manera obtusa persisten en perpetuar los líderes del chavismo.
Ello nos lleva a dudar también, inevitablemente, de las motivaciones emocionales, ideológicas o individuales que tuvo Peña Nieto para apapachar al dictador cubano. Para 2012, fecha de la llegada al poder del actual presidente, el comercio entre México y Cuba había alcanzado los 403 millones de dólares anuales, con un acuerdo de complementación de 3.625 fracciones arancelarias entre las dos partes. La condonación del crédito que había otorgado Bancomext a Fidel Castro años atrás no era más que una garantía de extensión al buen desarrollo de las ganancias mutuas. México, como han estado haciendo la mayoría de los países democráticos, sigue apostando a tener un lugar privilegiado en un eventual cambio sociopolítico cubano, cediendo terreno para, llegado el momento, conseguir su buena porción del pastel y favorecer a su propia economía, y a sus inversores.
Éste es un horizonte muy diferente al que plantea Venezuela. Sin necesidad de tener una bola de cristal, es fácil advertir que el chavismo se está cayendo a pedazos, que la oposición consiguió por vía electoral, sin derramamiento de sangre, hacerse de la mayoría calificada en la Asamblea Nacional, y al rescatar al poder legislativo de las garras hegemónicas del ejecutivo está canalizando no sólo promesas como la amnistía a los presos de conciencia, sino incluso la posibilidad de un referéndum revocatorio que saque del poder a Nicolás Maduro. Esto plantea una disyuntiva a las autoridades mexicanas, en función de las relaciones políticas y mercantiles con la Venezuela de un futuro cercano: ¿Vale la pena apoyar a un gobierno en franca y estrepitosa caída, dar palmaditas en el hombro a un gobernante como Maduro, que pudiera salir catapultado de Miraflores este mismo año, a mitad de su mandato y con total legalidad? ¿O sería mejor ir regalando muestras de afecto a Leopoldo López y a Lilian Tintori, una pareja de popularidad ascendente y con muy buenas papeletas para convertirse en el presidente y la primera dama de Venezuela?
Sólo así se explicaría el presunto vals que danza la administración de Peña Nieto con los regímenes totalitarios de la zona. No se trata de afinidades políticas, ni en un caso ni en el otro. Tan difícil de creer resultaría la actitud consentidora hacia Raúl Castro por parte de un Estado con fuertes basamentos neoliberales, como este repentino despertar cívico en foros internacionales apoyando las ansias de libertades del pueblo venezolano. Dinero, comercio, mercados, es todo.
En medio de semejante bipolaridad oficial, ya casi hasta resulta más factible sentir respeto por momias castrochavistas de la política mexicana como Dolores Padierna o Gerardo Fernández Noroña. Al menos esos siguen siendo consecuentes con sus ideales, retorcidos ideales, pero eso sí, personales y empecinadamente inalterables. ®