Que los militares no intervengan en política es uno de los pocos puntos en los que hay consenso entre los venezolanos. De hecho, las encuestas reseñan que la gente perdió el respeto que sentían por la FANB porque durante los últimos 16 años han comprobado que no tienen competencias, conocimientos ni destrezas para resolver los problemas del país. Sin embargo, los políticos y los periodistas dicen que hay militares conspirando; hasta el propio Henry Ramos los denunció. ¿Será que unos soldados sediciosos ignoran que la mayoría no quiere que se metan en los asuntos de los civiles? ¿Olvidan la Constitución? Algunos jerarcas uniformados son reconocidos cómplices de los desmanes del gobierno; pero no son ignorantes o estúpidos. Al contrario, es gente inescrupulosa con información y entrenamiento. Ellos saben que el pueblo los repudia y de allí la amenaza de asaltar por completo el control del Estado.
No hay que ser experto en temas militares para presumir que en la FANB los mafiosos deben ser los menos, aun cuando sí los más lisonjeros y oportunistas. Un generalato corrompido y acostumbrado al lujo, al wiski caro, a las jóvenes amantes y con cuentas mil millonarias en el exterior es probable que apele a la guerra psicológica antes que al enfrentamiento armado para preservar el satus quo. El rumor golpista que algunos cuarteleros pusieron a circular parece una coartada; un artificio para que Maduro gane tiempo y esquive la furia popular que está a punto de reventar y allanar las calles.
Los militares rojos entendieron que para continuar aprovechándose del poder no necesitan una rebelión sangrienta; les basta con mantener a Maduro mediante un golpe comunicacional. Piensan que con la derrota emocional del ciudadano obtendrán lo que quieren sin pagar nada. De allí que utilicen sus conocimientos para ayudar al gobierno en la tarea de transformar el coraje de los venezolanos en impotencia; la rabia en frustración y el deseo de seguir luchando en angustia y depresión. Quieren liquidar la expectativa de cambio sin ensuciase las manos.
La guerrilla psicológica es el golpe de Estado que dan los militares que apoyan al presidente. Por supuesto, esa camarilla resistirá hasta donde pueda. Evitarán negociar y pactar; en una publicidad negra empaquetarán el chantaje, el soborno y el engaño. Ahora bien, en el caso de una revuelta nadie dudaría que ese militar madurista al tiempo que ordena reprimir y encarcelar tenga listos su pasaporte y sus maletas para huir. Este grupo de uniformados ha mostrado un perfil moral que permite conjeturar que en condiciones de conflicto evitarán tan siquiera un rasguño; nunca terminarían como Sadán Hussein o Muamar Gadafi. Incluso, en un escenario de transición legal lo predecible es que estén más dispuestos a entregar al presidente y negociar sus privilegios que a jugarse el pellejo.
El gobierno está acorralado y en estado comatoso por la convicción democrática de quienes en diciembre votaron por la MUD y, además, por la actitud crítica del chavista abstencionista. Ese dato es suficientemente contundente para admitir que son los civiles y, no los militares, los que pueden desarticular a esa red de viciosos que hoy usurpa las instituciones del Estado.
El momento es para confiar en la intuición y las capacidades de los ciudadanos. Es la gente quien debe encabezar la marcha que desemboque en una transición. En esta hora difícil, hay una población asumiendo su responsabilidad en la calle; bastaría que cada organización política y grupo de presión haga lo propio. Por ejemplo, que los soldados institucionalistas amarren a sus colegas maduristas; pues no es necesario que ellos también acechen el poder civil. Antes bien, hace falta que esos militares demócratas le hagan ver a los dirigentes de la MUD el urgente deber que tienen de unificar sus criterios, mensajes y estrategias. Sobre todo, deberían mediar para que los jefes de la oposición entiendan que cualquier esfuerzo para concretar el cambio será ineficaz si no se pacta la fuerza política requerida para imponer la voluntad del pueblo.
Alexis Alzuru
@aaalzuru