“Sobrevivir era el objetivo principal: para hacerlo es necesario estar bien alimentado, pero eso no lo decides racionalmente, el instinto es el que domina. Siempre llevaba algo en las manos o en mis bolsillos y, cuando podía, lo comía”. Pedro Algorta.
Algorta se quedó varado en la cordillera de los Andes por 71 días, cuando el avión en el que viajaba se estrelló en 1972. Comió manos, carne de muslos y brazos de las personas que no sobrevivieron ni el impacto ni a los dos meses subsecuentes.
De los 40 pasajeros y los cinco miembros de la tripulación que iban en ese fatídico vuelo de Uruguay a Chile, sólo sobrevivieron 16. Los que no murieron en el accidente, lo hicieron en la avalancha o por exposición al frío.
Aquellos que sobrevivieron y se reincorporaron a la civilización después de una épica travesía de diez días que lograron gracias a una combinación milagrosa de fuerza mental, empeño grupal y canibalismo desesperado.
En su libro, Las montañas siguen allí, explica de forma muy simple cómo la decisión de comerse a los muertos congelados fue producto de una lógica fría y distante: o comer la carne de aquellos que murieron o morir a su lado.
Explica el canibalismo como un hecho simple y factual, como si se tratara de comer una rebanada de pan mientras uno está hambriento y enfrentando a la muerte.
“Bueno, esa decisión la tomamos fuera de nuestros cabales. No fue como si alguna autoridad nos hubiera dicho ¡Oigan chicos, yo sé qué deben hacer!, fue una decisión que tomamos con nuestro estómago”, explicó Pedro.
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