En más de una ocasión mostré mi ficha como trabajador, en bancos y comercios, y eso era más que suficiente para realizar una transacción. Incluso de noche, en las continuas rondas de la policía, enseñaba mi ficha y era tratado con respeto. Era un sidorista.
Ciudad Guayana era la zona de la industria primaria de Venezuela por excelencia. Nunca descansaba. Existía un justo orgullo de pertenecer a las empresas básicas de Guayana. Sidor era la tercera acería más grande del mundo, mientras Venalum era la segunda reductora de aluminio primario más importante del planeta. Las empresas de la CVG., nunca cerraban sus puertas. Los llamados tres turnos (de 7:00 a.m. a 3:00 p.m., de 3:00 p.m. a 11:00 p.m., y de 11:00 p.m., a 7:00 a.m.) marcaban el ritmo de la industrialización. De lunes a domingo, y del 1 de enero al 31 de diciembre.
Así ocurría en Sidor, Alcasa, Ferromiera, Interalúmina, Carbonorca, Minerven, Venalum, y ese mismo ejemplo se imitaba en aquellas empresas que estaban cercanas a las más grandes, y también a las de servicio y mantenimiento industrial.
Mis hijas gustaban contar los autobuses que en el turno de la noche, transitaban por la avenida, al frente de nuestro hogar. Veinte, treinticinco, cincuentidos, noventitres y más autobuses. Todos cargados con obreros y técnicos. Venían de San Félix, de Upata, de Tucupita, de Ciudad Bolívar, de Los Barrancos, de Soledad.
Esta práctica comenzó desde el mismo momento cuando se iniciaron los trabajos para la construcción, tanto de Sidor como de la misma Puerto Ordaz. Fue comenzando los años ‘60s., eran hombres y mujeres que llegaron de esos y otros pueblos y ciudades. Pescadores, agricultores, torneros, agrimensores, costureras, soldadores, aseadores. Junto con técnicos calificados e ingenieros y licenciados, fueron quienes le dieron el rostro industrial a esa zona del país.
De sol a sol. Con lluvia o sequía. Los hombres y mujeres de Guayana han sido los constructores de uno de los valores más arraigados en la cultura venezolana: el valor del trabajo.
Y esa enseñanza se ha ido transmitiendo de padres a hijos. Y sé que esa misma experiencia se cultivó en la industria petrolera. Y en esta como en aquella, se transformó en cultura del trabajo.
Por eso cuando ahora un tal presidente a quien llaman Maduro le ha dado por decretar días festivos, con vanas excusas, no puedo sino recordar y refugiarme en lo más hondo y sagrado que poseo, como ser social; mi venezolanía. Nosotros desconocemos esa manera de vivir ajena al trabajo que dignifica y otorga valor, principio de jerarquía moral.
Los venezolanos, la inmensa mayoría, somos ciudadanos acostumbrados al trabajo. Es inherente a nuestra naturaleza como cultura y como hondura de hidalguía y porvenir de personas libres.
No existe en nosotros el concepto de pereza laboral, y menos, de ser catalogados como vagos y reposeros.
Si existe algo semejante a la capacidad de inventiva, de constructor, de ingenio innato, ese es un venezolano.
Humillados en las colas, perseguidos por hablar en voz alta. Maltratados todos los días, por falta de luz, agua, gas, alimentos, medicinas, delincuencia. Ahora nos amenazan con alejarnos de los sitios de trabajo.
El esfuerzo descomunal del trabajo se ve en obras, como Guri, el puente sobre el lago de Maracaibo, la carretera trasandina, la construcción de la Universidad Central de Venezuela. En estos y cientos de obras está plasmado el valor del trabajo. Esfuerzo de mujeres y hombres por progresar. Y ese valor, como la democracia, son eternos. Porque están indisolublemente vinculados a la práctica de la libertad y de ciudadanía.
Sabremos responder con más esfuerzo y más trabajo. Volveremos a las guardias, de 7 a 3, de 3 a 11, y de 11 a 7. Demostraremos con nuestro ejemplo que la mentalidad marginal, hoy hecha poder en un régimen delincuencial, pasará al basurero de la historia. Fueron un fracaso histórico en sus valores. Una aberración entre militarismo, autoritarismo, brujería y mucha vagancia.
(*) camilodeasis@hotmail.com TW @camilodeasis