La obra de Víctor Hugo, de la cual tomo prestado el título para esta columna, es la historia de personajes que llevan una existencia miserable, ya sea porque algunos de ellos han vivido en el abandono y la miseria, porque han sido injustamente perseguidos y maltratados, o porque, a lo largo de la trama, otros se comportan de manera ruin y despreciable. Difícilmente hay una expresión que refleje más apropiadamente las condiciones en que hoy viven los venezolanos, en medio de la inseguridad, el desabastecimiento, la arbitrariedad y la corrupción; difícilmente se puede describir de manera más cabal el carácter canallesco y miserable de algunos de los responsables de esta situación. Pero llevar una existencia miserable no es lo mismo que ser un canalla y un miserable.
Durante la mal llamada “cuarta república”, difícilmente alguien pudo imaginar que, alguna vez, los ciudadanos de este país se verían sumidos en el caos y la desesperación, no solo como producto de la ignorancia, sino también de la desidia y la mala fe de quienes nos gobiernan. Difícilmente alguien pudo sospechar que, en un país tropical como este, con recursos hídricos que ya quisieran en otros países, llegaría a escasear el agua, como consecuencia de la falta de previsión de un gobierno irresponsable que no le dio mantenimiento a obras preexistentes. A pesar de que el precio del barril de petróleo llegó a ocho dólares justo antes de que se instalara este régimen, ni en nuestras peores pesadillas llegamos a temer que los anaqueles de los automercados estuvieran vacíos. Era igualmente inimaginable que miles de ciudadanos perdieran sus empleos, como consecuencia del cierre de fábricas producto de la política económica insensata llevada a cabo por unos desalmados.
En la Venezuela del siglo XXI, los miserables no son quienes deben hacer cola durante horas tratando de obtener algún alimento que llevar a sus hogares, ni tampoco los bachaqueros que le escamotean los alimentos al consumidor final, obligándolo a pagar un precio exorbitante, muy lejos de lo que Nicolás Maduro considera un “precio justo”. Los verdaderos miserables son los que, desde oficinas gubernamentales con luz y aire acondicionado, han hecho posible esta situación; los verdaderos miserables son también esos pocos militares que no tienen que hacer cola, pues, a cambio de vender sus conciencias, tienen asegurado el suministro de artículos de primera necesidad.
Durante estos diecisiete años, muchos venezolanos han sido ultrajados y escarnecidos. Pero no son miserables las madres, las esposas o las hijas de los presos políticos que deben desnudarse para poder visitar a un ser querido. El verdadero miserable es ese individuo que se disminuye a sí mismo y se rebaja a la condición del ser despreciable que ordena tales medidas, con la ilusión de humillar y degradar a quienes le superan en estatura moral.
Es posible que quienes están privados de su libertad estén llevando una vida miserable. Pero los verdaderos miserables son esos jueces y fiscales que, para permanecer en sus cargos, deben sentenciar según las instrucciones recibidas de un jefe político, olvidándose de lo que les indica el derecho y su conciencia. Deben ser muy desdichados, y ciertamente son unos miserables, esos jueces y fiscales marcados para comportarse como seres ruines, que no pueden mirar a sus hijos a los ojos.
Los miserables no son quienes, día tras día, deben acercarse a la morgue a retirar el cadáver de un ser querido, víctima del hampa desbordada. Los verdaderos miserables son aquellos que han estimulado el crecimiento de bandas armadas, que han garantizado su impunidad, y que incluso les han encomendado tareas de gobierno a algunos de sus miembros.
La política es una actividad propia de gente civilizada y no de desalmados (o desalmadas) que, desde la máxima instancia electoral, pretenden burlarse de quienes, en última instancia, son los depositarios de la soberanía nacional. Los verdaderos miserables son aquellos que han degradado la política, confundiéndola con el uso de la fuerza bruta. Pero el miserable no es ese ser ignorante que, a cambio de un mendrugo de pan o de una botella de ron, está dispuesto a agredir a una persona a quien no conoce, sin saber por qué, y sin saber qué es lo que ella representa. El verdadero miserable es ese cobarde que, sin dar la cara y desde la seguridad que le proporcionan sus “tontons macoutes”, cree que la política se hace contratando mercenarios para agredir físicamente a los dirigentes de la oposición. ¡Eso tiene que terminar! Ninguna oficina pública puede ser el refugio de miserables.