A las 6:40 pm del viernes 8 de abril las puertas de la emergencia del Hospital Dr. Miguel Pérez Carreño se cerraron bruscamente. “No hay salida ni entrada para nadie hasta nuevo aviso”, ordenó una funcionaria de la Guardia Nacional Bolivariana. Minutos antes habían llevado sobre una grúa a un hombre bañado en sangre y en estado crítico. En instantes, más de seis policías se desplegaron en el centro de salud. “Seguramente ocurrió otro enfrentamiento entre bandas y policías”, dijo un residente que está habituado a escenas como esa. publica El Nacional.
DIANA SANJINÉS
DSANJINES@EL-NACIONAL.COM
Momentos con aires de guerra se viven diariamente en el Pérez Carreño. Los médicos se han acostumbrado al sonido ambiente que generan las sirenas de las patrullas, a los toscos pasos en los pasillos de los funcionarios que con armas largas se pasean por el área de emergencia y a los gritos ahogados de familiares que piden un milagro que resuelva la falta de insumos, medicinas, materiales quirúrgicos y equipos dañados.
Esa noche no hubo descanso, la emergencia de obstetricia estaba full. Mientras futuras mamás, de entre 16 y 21 años de edad, se quejaban porque llevaban más de doce horas esperando, Gladys Pinto suturaba a una joven que sufrió un desgarre luego de dar a luz precipitadamente en un cubículo de observación. Punzada tras punzada la joven de 21 años reflejaba en sus ojos intenso sufrimiento. Previamente, le habían hecho una Revisión Uterina Bajo Anestesia (RUBA), técnica que se enseña a los residentes y que la crisis obligó a bautizar como RUSA porque allí la hacen Sin Anestesia. El método consiste en retirar toda la placenta y examinar el útero. El dolor inaguantable debe ser controlado mentalmente por cada madre. No hay camas disponibles, así que la recuperación la tiene que hacer en una silla.
En la emergencia pediátrica, Hipólito García no encontraba un tensiómetro para examinar a una niña de 4 años de edad que llegó casi desmayada. Resolvió con un equipo propio. En todos los hospitales de Caracas es común que los médicos residentes e internos de pregrado tengan insumos salvavidas en sus bolsos, que aparecen en medio de un aprieto como los regalos que reciben los competidores de la historia de Los juegos del hambre. Guantes, gasas y equipos que en cualquier momento saben que necesitarán porque en su lugar de trabajo no hay.
Las promociones de residentes que se está formando en los hospitales del país, en medio de la crisis humanitaria palpable en los centros de salud, padecida por millones de venezolanos y declarada por la Asamblea Nacional, tendrá una titulación adicional, la de la medicina de guerra, la que se practica a diario en los hospitales.
En la Maternidad Concepción Palacios, el principal centro obstétrico del país, José Gregorio Velásquez, interno de pregrado, camina por la emergencia, un pasillo tétrico, oscuro y con olor a orina y recuerda su rural en Delta Amacuro. Compara su trabajo allá, en la frontera este del país con el de la Maternidad, en pleno centro de la capital, y asegura que no hay tanta distancia entre las dos realidades. En ambos sitios faltan insumos tan básicos como solución fisiológica para hidratar a los pacientes. “Uno hace el mejor esfuerzo para aplicar los conocimientos aprendidos. Resolver con lo mínimo y lo más rápido posible, pero no es fácil. Aquí en la Maternidad y en el hospital Vargas los pacientes han tenido que comprar hasta los recolectores de orina. En mi bolso guardo guantes para casos de emergencia. También hacemos la revisión uterina sin anestesia, lo cual es contraindicado. Si un inspector de salud evalúa las condiciones en las que estamos trabajando los médicos, nos botaría a todos y cerraría los hospitales”.
Doble indicación. Estudiar Medicina en Venezuela se ha convertido en un doble desafío. “Los profesores nos enseñan de dos formas: lo que se debe hacer y lo que podemos hacer. Terminamos aplicando una medicina de guerra o de los años setenta y dejamos de ofrecerle al paciente el mejor tratamiento”, confiesa Ana María Marcano, consejera de la Facultad de Medicina de la Universidad Central de Venezuela y estudiante de quinto año.
Como esperando la llegada de algún producto básico a un supermercado, una larga cola se extiende frente al Hospital Universitario de Caracas. Pedir una cita médica en este centro asistencial también depende del último dígito de la cédula. Las personas llevan exámenes, récipes y algunos materiales médicos como gasas y adhesivos. Estar enfermo no es el único requisito para entrar, también lo son algunos implementos para ser evaluado. La escasez de insumos y fármacos se alivia con la compra obligatoria que deben hacer los pacientes y con las donaciones de los médicos.
Pero hay cosas que no se pueden comprar en farmacia ni suplicar por las redes sociales, como la electricidad. El viernes 29 de abril se fue la luz en el Clínico y a pesar de que tiene planta eléctrica las complicaciones fueron notorias. Se suspendieron los planes quirúrgicos y una paciente falleció, lo que desató la ira de familiares, que amenazaron a los residentes con denunciarlos por prestar un mal servicio.
Los residentes llevan la carga y son la cara ante los pacientes de las fallas de insumos e infraestructura del lugar. En medio de la aguda crisis, la línea de la mala praxis médica se hace difusa. Una forma de cuidarse es elaborar las historias médicas con doble indicación: lo que se debe hacer y lo que se puede. Médicos del HUC señalan que esa es la única prueba legal de que un tratamiento ineficiente es consecuencia de las carencias presentes y no de un diagnóstico inexacto.
“Las muertes van y vienen”. De eso hablan los estudiantes entre clase y clase. La semana pasada falleció un hombre de 60 años de edad con una fístula enterocutánea y un cuadro agravado de desnutrición. Sus drenajes eran vaciados en bolsas de mercado porque no hay bolsas para colostomía en el país y la alimentación no era la ideal. Ese hombre que ingresó hace cuatro meses con ánimo de boxeador perdió la vida esperando una cirugía.
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