Félix Seijas Rodríguez: Chacao y Disney

Félix Seijas Rodríguez: Chacao y Disney

 

Quien de niño haya ido a Disney sabe de qué trata su encanto. Si bien sus once mil hectáreas están repletas de montañas rusas, lagos, hoteles y restaurantes, no es ahí donde reside su magia. Lo que distingue a Disney es la creación de un ambiente que te arranca por unas horas del mundo común, transportándote a una especie de plano alterno repleto de sensaciones agradables, en el que lo bueno toma protagonismo y los problemas parecen menos problemas.

Desde el veintiuno de abril hasta el primero de mayo del año en curso, a propósito de la celebración del octavo Festival de la Lectura Chacao organizado por la Alcaldía de dicho Municipio, la Plaza Altamira se llenó de editoriales, librerías, música, cafés, vendedores de helados, jugos y raspados. En esta edición se dispusieron setenta estands en los que se podían curiosear y comprar desde libros nuevos y usados hasta afiches, franelas, calcomanías, llaveros y demás coleccionables de escritores, superhéroes, juegos de video, entre otras excentricidades. Sin embargo, al igual que todo el aparataje de Disney, estas cosas las puedes encontrar en otros lugares. El éxito del Festival de la Lectura Chacao ha descansado año tras año en lograr, a través de la confabulación de una serie de elementos, un ambiente único en el que sin salir de la ciudad eres transportado a una Venezuela más amable.

Así como en Disney puedes caminar por las calles y elegir a dónde ir, qué hacer, ver o escuchar —porque hay muchas cosas sucediendo a la vez—, al colocar un pié en la Plaza Altamira durante alguno de los once días del Festival, la única preocupación que te invadía era la selección de la actividad que querías experimentar. Bastaba con tener el programa en la mano para enterarte de todos los eventos agendados en los espacios —dentro y fuera de la plaza— destinados a conversatorios, lecturas de textos, presentaciones de libros, recitales y conciertos, en los cuales intervendrían personalidades de Venezuela, Argentina, México, Chile, Italia y España. Así armabas tu itinerario dando inicio a un peregrinaje al aire libre por los corredores de la Plaza entre el gentío enajenado por el ambiente. En cada evento, sentado o de pié, te escapabas durante una hora en los cuentos que de libros o de vidas hablaban sus autores, en versos lanzados al aire por poetas poseídos o en notas musicales que excitaban los recuerdos.

Pero en Disney la magia última no se encuentra en las grandiosas atracciones temáticas. El hecho que te transporta a otro universo está en las calles del parque, donde personajes míticos —como Mickey, Pluto o Tribilín— nos sorprenden con su presencia a la vuelta de una esquina cualquiera, caminando como uno más entre la gente o sentado en la mesa de un café. Algo parecido engrandecía la experiencia en la Plaza Altamira: podías estar en un estand ojeando un libro y al voltear tenías al poeta Rafael Cadenas revisando otro, con su expresión parca y misteriosa; o te ibas abriendo paso entre la gente y al frente te topabas con el maestro Eduardo Liendo, de caminar lento y rostro amable; o quizás te parabas a escuchar un conversatorio en el espacio central y al lado tenías a Elisa Lerner —a quien este año el Festival rindió tributo— sentada con las piernas estiradas concentrada en cada palabra que salía de la tarima.

Y mientras tanto, alrededor de aquella burbuja de fantasía giraba la ciudad, giraba el país, con su crisis aguda, punzante, a la que el Festival no podía ser ajeno. Y no porque no quisiera, sino porque su esencia no lo permite. Porque donde hay cultura hay talento, hay libertad, hay pluralidad, hay encuentro, hay voces que a través de la palabra se empeñan en progreso. La cultura no es ajena a un país porque es precisamente esta quien lo define. Es por ello que todo el que se afana en dominar a una sociedad ataca los espacios de creación para acorralarlos, enrejarlos, reducirlos a la nada. Inevitable resultaba entonces que la espada que por años ha herido a Venezuela se sintiera en la Plaza. Así corrió sangre por las heridas de las editoriales ausentes, esas que sucumbieron a los costos, a la escasez de papel. Así corrió sangre por las heridas de aquellos que tomaban libros en sus manos soñando con tener dinero en los bolsillos para llevarlos a sus casas. Así corrió sangre por el alma de quienes sumergidos en las palabras de un autor, eran sacudidos por la inevitable —y en la mayoría de los casos necesaria— referencia a la tragedia que vivimos.

Pero es justo decir que esta batalla en Altamira la ganó la cultura. Y la ganó sobrada. En el recuerdo de quienes la vivieron merodearán por mucho tiempo las palabras de Lerner, las anécdotas de Liendo, la poesía de Cadenas, las reflexiones de Mires y Aveledo, la clase magistral de Ana Teresa, el fervor de Caracas de Tulio, la simpatía de Cesar Miguel y sus mensajes de esperanza, el alboroto ameno de los Quintero esperando que Inés subiera a la tarima, la timidez de Yordano disipada en las notas de Días de Junio. También la cara de niños inmersos en las palabras de los cuenta cuentos que se alternaban narrando historias del Quijote o de personajes nacidos de la pluma de Roald Dahl; esos mismos pequeños recreando fantasías en hojas de papel o pintando con acuarelas sobre lienzos de cartón en atriles de madera; el rostro del Profesor Serafín Mazparrote en la portada de su autobiografía recordándonos que cuando de educar se trata, rendirse no es una opción; la energía y coraje de Mariaca al salir de entre el público, sin siquiera haber calentado la voz, a tomar un micrófono y soltar notas de alturas vetadas a gargantas mortales; a Leonardo Padrón con sus Imposibles, haciendo lo imposible por brindarnos su presencia en todos los espacios durante aquellos once días; a Xariell Sanabria y su don de la ubicuidad, supervisando todos los eventos —solo puedo imaginar el estado de sus pies por las noches cuando llegaba a su casa—. Niños, jóvenes y adultos leyendo cada día a las cuatro de la tarde fragmentos del otro homenajeado del Festival: la obra Don Quijote la Mancha;  La alegría saltando por el anfiteatro sur de la Plaza de la mano de los Beat3 y los acordes de los cuatro de Liverpool; el son de Héctor Lavoe por la banda HLH que en ocasiones hizo recordar los mejores momentos de El Maní es Así; la sutil irreverencia del jazz latino con Big Band CVA; la guaracha y el bolero de Daniel Santos en la obra El Inquieto Anacobero; las guitarras de Eddy Pérez, Álvaro Falcón y Juan Ángel Esquivel; y la gran clausura, a la cual no quiso faltar ni la lluvia, con la flauta limpia del ganador del Grammy, el puertorriqueño Néstor Torres, y un grupo de músicos entre los que destacó el vibráfono de nuestro Alfredito Naranjo, quienes juntos brindaron un cierre de la altura de los dioses.

Así como en Disney no ocurre un personaje animado o un cuento de hadas sino la celebración de la fantasía que ellos representan, en el Festival de la Lectura Chacao no ocurre una venta de libros: ocurre cultura.

La noche de cierre, cuando dejamos la Plaza, mi hermana dijo una frase que resume el sentimiento de aquel momento: “voy a extrañar al Festival”. Hasta dentro de doce meses, Chacao.

@felixseijasr

 

 

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