Que no nos quepa la menor duda de que ellos han sabido captar el momento de miseria que atraviesa el país y hacer de esta su oportunidad de prosperar; pero, prosperar no con la mentalidad del empresario que arranca con un pequeño capital, muchas ganas de trabajar, grandes ideas y proyectos en mente. No, esa no es la esencia del bachaquero: esos no están pensando en construir y edificar. Esos no están pensando en abandonar el tarantín improvisado, instalado a la intemperie en cualquier zona popular. Total, ¿para qué más? En la redoma de Petare o en las calles de Catia, no se paga impuesto sino un diezmo al Guardia Nacional de turno para evitar el decomiso y el costo de una sombrilla remendada que proteja los productos del sol.
En los bachaqueros –que, a mi juicio, han hecho un gran aporte a la inflación y, al mismo tiempo, insisto, son los que fijan el precio real de los productos regulados- priva la inmediatez y el oportunismo. Y seguirán proliferando en la medida que haya gente que les compre. He tenido la oportunidad de ver cómo operan en los alrededores de los automercados. Cómo mueven sus tentáculos para hacerse de esa harina de maíz marcada en el empaque a 19 bolívares y que ellos luego revenderán a Bs. 1000. Con una habilidad asombrosa, se montaron una estructura comercial, que los hace aparecer como la única opción para que las familias venezolanas se abastezcan.
Oigo a la gente decir “bachaqueros” con una mezcla de ira y odio. Lo he escuchado como insulto en cualquier discusión simple. Percibo ese sentimiento de furia e impotencia, incluso en señoras humildes que ven en los bachaqueros al carroñero que les roba la posibilidad de conseguir “alguito” de pasta o arroz con qué darles de comer a los muchachos. Lo escucho de las cajeras de automercados –a los que cada vez voy menos, por cierto- cuando los ven merodeando en las afueras: “ahí están esos bichos. Pero, hoy se van a joder, porque no hay nada. Ya no queda nada” (sic); mientras, con una rabia inocultable, va pasando mis compras. Lo oigo de mis conocidos y allegados: se les transforma el rostro cuando describen la tortura en las que se han transformado sus visitas a los automercados y farmacias. Lo oigo de tanta gente que asegura que los bachaqueros son, en su mayoría, unos malandros que llegan amenazando a quien se le ocurra rezongar cuando se colean, sin importarles las horas de espera de quien madrugó para estar entre los primeros de la fila.
Hay algunos más radicales que los califican de plaga. De esa que daña todo a su paso. Tampoco es casual el incremento de robos y hurtos en las urbanizaciones y centros comerciales donde existen estos comercios. La semana pasada, a una amiga la asaltaron dos rateritos cuando el empaquetador guardaba las compras en su carro. Ella no era la primera, ni sería la última, víctima del hampa ese día. Ahora, en ese centro comercial, eso es lo normal: lo común. Lo dicen los vigilantes y los dueños de las tiendas. “Esto se vino a menos: aquí roban mínimo a tres personas todos los días”.
El precio de las cosas lo están fijando los bachaqueros. Y el régimen no hace nada para detenerlos. Una fuente me revelaba hace poco que el gobierno ha querido dar luz verde a los productores, pero bajo cuerda, para que cobren el precio que tengan que cobrar por los productos que ellos mantienen regulados. Eso sí; pero que quede como una decisión de los dueños de fábricas; que jamás se diga que fueron ellos quienes sugirieron esta idea. Solo que los productores no tienen una pizca de tontos y no piensan caer en el peine. Porque este régimen, no quiere aparecer como el débil que tuvo que dar su brazo a torcer y rectificar esta política de hambre concebida para mantenerse aferrado en el poder. Sin embargo, quizá, en el fondo hay partidarios del gobierno que están conscientes de que esta situación es insostenible y, a manera de lavatorio de culpas, promueven algún tipo de solución: así, haciéndose la vista gorda, para que los empresarios cobren por sus productos el valor real de los mismos. Algo así como una especie de paladín que, desde el anonimato, intenta enmendar los errores del gobierno para el cual trabaja y, por qué no, del que se avergüenza.
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