En esa comunicación, Orfila compartió conmigo recuerdos de la visita de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos a Argentina en 1979. Me cuenta, literalmente, su conversación telefónica con Videla, en la cual obtuvo la autorización oficial del gobierno militar, condición necesaria para el viaje. Describe aquella conversación como “seria”. Y enfatiza el muy negativo informe emitido por la CIDH a posteriori. Ese informe, debe recordarse, constituiría un hito para las posteriores transiciones democráticas en todo el hemisferio.
No pude evitar el recuerdo de mi comunicación con Orfila mientras leía la reciente carta del Secretario General Almagro a Maduro. Claro, nótese el contraste. Videla era un dictador, no un dictadorzuelo. Y aquella dictadura—criminal y terrorista—no era un Estado dividido y colonizado por facciones que se disputan el control del territorio y sus prebendas: los mercados paralelos y sus diversas formas de ilegalidad.
Es que el más brutal de los gobiernos es preferible a la ausencia del mismo. Con un gobierno se puede negociar, con una horda es más difícil. Y ese es el problema en cuestion, que invita la pregunta clave de hoy: con quien negociar. O sea, con quien dialogar, verbo conjugado otra vez más por el régimen, por sus amigos de Unasur, por el Papa y por Mauricio Macri y su canciller, entre tantos otros.
El problema es el significado de la palabra. No sin razón, los venezolanos piensan en la trampa de 2014, precisamente cuando el diálogo solo sirvió para que el gobierno y la oposición se dijeran muchas cosas fuertes ante las cámaras de televisión. Mientras tanto, la sociedad—hasta entonces, en la calle—volvió a sus casas y los presos políticos siguieron en la cárcel. El régimen recuperó oxígeno.
El diálogo de hoy debe tener mínimas condiciones. Aquí van cuatro. Primero, para que el diálogo tenga sentido, el regimen debe revocar el Decreto de Excepción, fujimorazo de facto. La Asamblea Nacional debe ser capaz de legislar, incluyendo la muy necesaria Ley de Amnistía, ley que expresa la voluntad popular de la última elección. Es decir, el Tribunal Supremo de Justicia debe alguna vez hacer lo que jamás hizo: fallar contra el oficialismo.
Segundo, los militares deben ser parte de ese diálogo. Así como la posición institucional de algunos altos oficiales garantizó la eleccion del 6 de diciembre, hoy deben renovar su compromiso con la Constitución de 1999; constitución “bolivariana”, justamente, escrita por el chavismo a voluntad. Los altos mandos deben entender que el apego a la institucionalidad es la única forma de evitar que el creciente faccionalismo militar derive en violencia entre los grupos. Ello profundizaría la anarquía existente a niveles hoy inimaginables.
Tercero, las fronteras deben abrirse para la ayuda humanitaria. En Venezuela muy pocos comen tres veces al día. Muchos mueren antes de tiempo por la falta de medicinas y material quirúrjico. Los neonatos prematuros mueren si hay cortes de electricidad, cuando las incubadoras dejan de funcionar. De eso debe hablarse con el gobierno y con las organizaciones internacionales, la Cruz Roja, Médicos sin Fronteras y otras similares.
Cuarto, Maduro probablemente deba partir, ya sea por medio del referéndum revocatorio, mecanismo legal, o a través de un gobierno de transición acordado en las negociaciones. En cualquiera de los dos escenarios, la OEA debe ser parte del proceso con la Carta Democrática en la mano, instrumento que existe para exigir a los Estados miembros observar las normas del derecho internacional y los compromisos contraídos en materia de democracia.
El diálogo tiene sentido, pero repetir la experiencia de 2014 sería catastrófico. La comunidad internacional no puede dejar semejante responsabilidad en manos de Samper y Rodríguez Zapatero, no tienen legitimidad a los ojos de la oposición. Si hay diálogo ello debe producir una salida de la actual parálisis. Su fracaso, como en 2014, significaría una trágica disolución.