En mis cursos de postgrado de teorías sobre lectura y escritura y también en los de literatura venezolana, hacía énfasis en la necesidad de la lectura como requisito único e indispensable para acceder a mayores registros idiomáticos.
Tomaba como ejemplo a Uslar Pietri quien, en varios momentos de su vida, puntualizó sobre la pobreza del lenguaje en boca del venezolano. Indicaba que en promedio el hablante venezolano usaba apenas 500 palabras para identificar su universo idiomático. Siendo que el español posee poco más de un millón de voces, sin mencionar los regionalismos. De esa cantidad, más de 300 palabras se dedican a un lenguaje nuclear, apofántico, de afirmación/negación, elemental y de sobrevivencia, como agua, pan, casa, etcétera. Mientras el resto, era usado para un lenguaje periférico, en la construcción de un idioma simbólico.
Eso llevaba a significar que el hablante venezolano apenas si utiliza un 0,0005% del potencial idiomático de nuestra lengua. Con esa cantidad de palabras, la mayoría de ellas de carácter apofántico de base primaria, es muy difícil construir un universo idiomático amplio para acceder a mayores elaboraciones lingüísticas.
Y es que si el venezolano de estos años se encuentra en una crisis social, económica y política. Es evidente que en los demás aspectos de su entorno existan dificultades, tanto o más graves. Por ello el universo idiomático del español venezolano está sufriendo modificaciones en su uso cotidiano, formal e informal.
Lo delicado de este descuido en el respeto de la norma lingüística, se evidencia en la cotidianidad cuando nos enteramos de la serie de palabras que, en uso de líderes políticos, militares, académicos, empresariales y hasta religiosos, construyen neo lenguajes que corresponden a registros absolutamente fuera de toda lógica discursiva.
Ejemplo de ello es la sentencia al líder político Leopoldo López, donde el juicio se aventura por la frágil línea de la antilógica argumentativa sobre la cual, la intención priva de manera grotesca sobre los aspectos idiomáticos concretos, lógicos, cohesivos y coherentes de los actos cometidos.
Es similar al comentario de mi hermana, hace más de 30 años, cuando viajaba en su vehículo por la autopista regional del centro, hacia Barquisimeto. Iba cerca del sector de Paracotos. Fue detenida por un guardia nacional quien, muy severamente le indicó que se aparcara y le solicitó los documentos. Acto seguido verificó los datos. Luego se los devolvió sin decir mayores palabras. Mi hermana, un tanto extrañada, le pregunta. –¿Y por qué me detuvo? A lo que el militar, con voz segura y de mando, ripostó: -¡Es que le vi la intención! -¿Qué intención? Preguntó mi hermana. -¡Ah! Es que acaso no iba a adelantar el camión que estaba delante, en una curva.
Así deviene nuestro lenguaje. Este del siglo XXI. Se accede a prefigurar delito y condenarlo, antes que suceda el hecho. Estas caracterizaciones de la justicia, por ejemplo, son consecuencia de un tipo de lenguaje, donde se está usando la lógica idiomática en una clara y evidente distorsión. Se sesga su lógica, coherencia y se altera su cohesión. Como resultado de esta práctica idiomática, se adecúa el lenguaje a decisiones de absoluta ambigüedad jurídica. Esa perversión del lenguaje es consecuencia de una débil formación en la Educación Idiomática del venezolano. Las afirmaciones o negaciones (apofantía) del lenguaje, que inicialmente surgen en el idioma más elemental, en su uso cotidiano, son asumidas como verdades únicas e inamovibles.
Es una suerte de truculencia idiomática, revestidas de marcas ora jurídicas, ora políticas, militares y hasta traídas desde espacios tan oscuros, como aquellos de las falsedades religiosas o ideológicas.
Los tiempos actuales son parte de un lenguaje absolutamente elemental. Vacío de contenido y groseramente trivial, banal y de apego a lo farandulero. Por eso, si usted observa a un político terminará identificándolo con un animador de programas sabatinos, de radio o televisión. Igual ocurre con militares y religiosos. El hablar de estos líderes no escapa a la banalidad de un discurso escaso, sin mayores aportes para el enriquecimiento idiomático. Carente de sentido lógico y completamente inservible. No trasciende más allá del instante, bien de la entrevista o del mitin de esquina.
El lenguaje que caracteriza al venezolano de estos tiempos grises del siglo XXI está construido de retazos idiomáticos. Carece de base lingüística lógica y sobran las subjetividades. Está construido sobre la pobreza de oraciones simples y escuetas.
Con 500 palabras es muy poco lo que se puede construir. Espacios de lenguaje donde se sobrevive con mendrugos idiomáticos. Ese es nuestro mundo, nuestro universo idiomático. Pequeño, escaso de nobleza, absolutamente empobrecido, donde los destellos de las palabras son frágiles luces que no parecen iluminar nuestro camino a la libertad idiomática.
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