Cada día nos sorprendemos con una noticia diferente, que relata las proezas de esta nueva elite que gobierna en las cárceles venezolanas, que decide quién vive y quién muere, que cobra impuestos, que se encarga del suministro de alimentos robados desde los camiones que los transportan por las carreteras venezolanas, que ordena al gobierno nacional le envíe presos para poder recaudar lo que sea necesario para “la causa”, y que, desde las prisiones, dirige una organización criminal encargada de secuestrar, extorsionar, robar y asesinar. A menos que se trate de un designio propio de la revolución, nadie, en este gobierno, ha exhibido tanta eficiencia como los pranes.
Es difícil saber si los pranes son el producto del socialismo del siglo XXI o si, por el contrario, son los pranes quienes han marcado el rumbo de la revolución, incluso colocando a figuras acusadas de narcotráfico en las más altas esferas del poder público. Pero lo cierto es que, como en los vasos comunicantes, la cultura de los pranes, en cuanto a su desprecio por la ley y por los derechos de los demás, se ha extendido por toda la administración del Estado. Ya no se trata sólo de delincuentes convictos y confesos; los pranes son todos aquellos que, diariamente, desde el Palacio de Miraflores, desde el TSJ o el CNE, tergiversan el espíritu y la letra de la Constitución, disponen de los recursos públicos y deciden sobre el límite de los derechos de los venezolanos.
Los pranes no son solamente esos delincuentes que, desde las prisiones, premunidos de una pistola o una metralleta, amenazan la paz y la seguridad ciudadana. También son pranes esos funcionarios del Estado que hacen uso arbitrario de las armas que les dio la ciudadanía, que encarcelan a los opositores políticos, que discriminan a la población incluso para tener acceso a los alimentos, y que aplican políticas económicas claramente diseñadas para destruir el aparato productivo. Ya sea con pantalones o con faldas, los pranes son aquellos que, con la desfachatez propia de los delincuentes, le niegan al país una salida pacífica, constitucional y democrática. No son simples rateros, sino verdaderos pranes, quienes han saqueado PDVSA y otras empresas del Estado, para enriquecerse ellos y sus familias.
Como en Pokémon go, ese juego que está de moda, en Venezuela los pranes están en todas partes; aunque estos últimos no son un juego de niños ni pueden confundirse con algo tan trivial. Pero no hay que perder de vista que los verdaderos pranes son los que dan las órdenes para aniquilar a una nación. Aquellos que, cumpliendo instrucciones superiores, firman una sentencia mediante la que condenan a un inocente a 14 o más años de prisión, separándolo de sus seguidores y de su familia, son simplemente los esbirros de un pran mayor; pero eso no los hace menos peligrosos o menos despreciables.
Aunque estén rodeados de la misma pompa ridícula, no hay que confundir con los pranes a esos individuos ignorantes que dirigen la política exterior, aislando a Venezuela de la sociedad internacional, ni a aquellos otros que, desde un escritorio, elaboran los planes de agricultura urbana o quienes, con su estulticia o en forma premeditada, han creado las “zonas de paz” como espacio reservado para el hampa común. Tampoco son pranes aquellos mercenarios que, como las veletas, han defendido una cosa y la contraria, dependiendo de cómo sople el viento; primero defendieron la Constitución y ahora justifican su violación. Pero no hay que confundirse; esos son solamente los sicarios intelectuales que antes llamaron a la insurrección popular, basándose en el artículo 350 de la Constitución, y que ahora defienden la represión de manifestaciones pacíficas. Unos y otros son sólo los instrumentos útiles de que se valen los verdaderos pranes.
Hoy, Venezuela está lejos de ser aquella “tierra de gracia”, saturada de bienes y recursos de todo tipo, que, en una carta a los reyes de España, describía Cristobal Colón. Hoy es un país devastado por el hampa, con muchos payasos y mucho circo, pero sin pan. Por ahora, Venezuela es tierra de pranes.