La última vez que Diego Ramírez vio la hora, eran las 11:37 de la noche. Se despertaba sobresaltado porque las veces que el autobús tomaba una curva, lo hacía muy rápidamente. Había ruidos mecánicos, además, que no lo dejaban tranquilo. Pero prefirió no unirse al coro de voces que se quejaban por las impericias del conductor: quería dormir, según relata Correo del Caroní.
No pudo.
Algunos minutos después de esas 11:37, sintió el movimiento brusco hacia un lado. Como acto reflejo, abrazó a su hermana y, en un pestañeo, los dos estaban aprisionados contra sus propios asientos. No saben cómo, pero eran sus asientos.
De hecho, uno de los respaldos era el que lo ahorcaba.
Su hermana estaba viva. Según lo que le dijo, no podía salir del autobús pero sí moverse un poco más. Pero él no. A él la respiración comenzó a faltarle, así que acumuló todos sus ánimos y levanto un poco la pieza que le pisaba el cuello.
Cuando estuvo a salvo, cayó en cuenta: había cadáveres a su alrededor. “Una señora catira muerta”, recuerda ahora, acostado en una camilla en el pasadizo del área de traumatología del Hospital Dr. Raúl Leoni. Tiene un yeso en la pierna izquierda y una jeringa en su mano derecha. Vive. También su hermana. Pero no fue la suerte de otros que estaban en el autobús: los once muertos que dejó el volcamiento del bus de Expresos Los Llanos en la Troncal 10.
Varios de los sobrevivientes del accidente coincidieron con Ramírez en algo: el exceso de velocidad y los ruidos mecánicos del autobús los mantuvieron atentos durante el trayecto, que comenzó en Ciudad Bolívar y terminó en El Cintillo, cerca de Guasipati.
El que manejaba no era el chofer encargado, sino su auxiliar, Juan Arévalo, quien falleció en el choque. Algunos sobrevivientes han llegado a señalar que trataron de llamar su atención para que redujera la velocidad. No se pudo.
“En las curvas uno sentía cómo iban. Yo venía dormida y lo que sentí fue el bajón cuando el autobús se volteó. Quedamos aprisionados”, relata Aurelis Martínez.
Ella y otros pasajeros tuvieron que hacer gala de toda la paciencia que tienen: a muchos los rescataron cinco horas después. Intemperie. Dolor. Incertidumbre. Y muchos gritos desesperados: “¡Dios mío!”.
“La verdad es que yo pasé cinco horas aprisionada. Las otras personas trataron de ayudarnos. Tenía lastimada una parte del cuello. Y después fue que empezamos a escuchar las ambulancias. Los bomberos se tardaron. Y nos tocó tener paciencia hasta que llegaron”, dice.
Pero la velocidad o la tardanza de los bomberos no fue el único denominador común: también fueron las rebatiñas de quienes aprovecharon el accidente para buscar botines.
“En el autobús y afuera había mucho dinero. La gente pasaba agarrando dinero y las bolsas A mí me robaron el teléfono. Lo tenía en los pies. De hecho, fueron los mismos que me ayudaron los que me robaron el teléfono”, asegura.