A su manera, Honecker era un constructivista, ese postulado heurístico según el cual la realidad como tal no existe sino que es “lo que se dice que es”; o sea, se construye subjetivamente. Fue fácil para él: sin información, no habría más crisis de endeudamiento. Una aclaración objetiva: la crisis financiera eclosionó en 1989 y Honecker partió al exilio. Fue el comienzo de la gran transformación europea de fin de siglo.
La parábola es por la Venezuela chavista, también “constructivista” si bien con un estilo importado de La Habana más que de Berlín Oriental. Donde sea que origine la inspiración, lidiar con el chavismo siempre supone un titánico esfuerzo por definir la realidad. Nótese la preocupación de la MUD en dejar establecido que “hubo golpe y ahora sí, se trata de una dictadura”.
Entre paréntesis y a propósito del “ahora sí”: la democracia es un método para llegar al poder y un conjunto de reglas que limitan el ejercicio de dicho poder. No importa cuantas elecciones pudieran ganar, el chavismo rara vez, si alguna, se sometió a esas reglas. En este mismo espacio, quien aquí escribe lo viene diciendo desde 2013. Conste.
El hecho es que al chavismo no le ha ido mal con su propia versión de constructivismo, es decir, su estrategia comunicacional. Tanto que a veces Venezuela se reduce a un cruento experimento semántico, una batalla por las palabras que trivializa la tragedia humanitaria y de derechos humanos. Es que no se trata de un debate genuino sino de la construcción de una realidad paralela.
En la propia OEA, la misión venezolana circuló un comunicado el 18 de octubre solicitando al Consejo Permanente la terminación del contrato entre la Secretaría General y una firma consultora en comunicación. No es casual que ello ocurriera dos días antes que el CNE anunciara la suspensión del revocatorio. La diplomacia venezolana es como el bravucón más pendenciero del barrio: para evitar que le peguen, siempre pega primero.
Así, mientras tanto, se habla de otra cosa. Argentina se subió a ese bote en otra muestra de las reiteradas incongruencias entre lo que su presidente dice y lo que su cancillería hace, a propósito de realidades paralelas. Solicitó una reducción de presupuesto tal que paralizaría la operación del departamento de prensa y comunicaciones de la OEA, nada menos. Almagro respondió con elocuencia: la misma censura de prensa que el gobierno de Maduro aplica en Venezuela, ahora busca imponerla en el seno de la propia OEA. No dijo que, evidentemente, lo hace con socios.
Resulta inverosímil, por ello, que un régimen sin economía ni Estado, sin medicinas ni alimentos, una dictadura pura y dura tenga la capacidad de definir los términos del debate a voluntad, al punto que quienes hablan de derechos humanos—como lo hace Almagro—se han convertido en los ultras de hoy, estigmatizados por un discurso vacío que solo repite la palabra “dialogo”, como si fueran términos mutuamente excluyentes. En este fútbol perverso el chavismo siempre juega de local, con doce y con el arbitro comprado.
No son pocos los que dicen que la administración Obama se contenta con mirar correr las agujas del reloj para que Maduro aguante hasta el 20 de enero. Hace dos años que también hablan de diálogo y el chavismo se burla de ello. El Departamento de Justicia imputa a Reverol, pero Maduro lo hace ministro del interior. Liberan dos presos políticos con gran impacto en los medios, uno de ellos ciudadano estadounidense, pero apresan muchos más en secreto y torturan a los que tienen.
No sorprende entonces que ocurriera lo que se temía: la suspensión del revocatorio y las elecciones de gobernadores. En Venezuela se extinguió el concepto de sufragio y, sin embargo, esa misma idea de diálogo—“diálogo-pistola-en-mano”, como lo llamó Ibsen Martínez—ahora es política exterior del Vaticano, que se hizo presente no con uno, sino con dos enviados. Las fotos son elocuentes: los representantes papales junto a los mediadores oficialistas Rodríguez Zapatero y Fernández.
Prueba adicional que el chavismo continúa definiendo los términos del debate, es que hasta el día de hoy la MUD no ha sido capaz de descalificar el rol de Zapatero y su sesgada mediación. También una buena parte de la oposición, debe reconocerse, usa la semántica para construir su propia realidad. Juzgarán a Maduro por abandono del cargo, lo cual no necesariamente ha sucedido, y le harán juicio político, el cual sería solo simbólico ya que en Venezuela no existe el proceso de destitución por impeachment.
Y esto sin contar las propias contradicciones entre asistir o no, si en Margarita o en Caracas, al nuevo capítulo de este diálogo. El problemas más grave de la MUD es que no parecen entender que no hay manera de derrocar un régimen autoritario sin una agenda común que posponga las disputas personales. No tendrían más que darle una leída rápida a cualquier transición exitosa—España, Argentina, Sudáfrica o Chile, por ejemplo—para darse cuenta que el objetivo era uno solo: la retirada del régimen.
Lo preocupante ahora es que los acontecimientos bien podrían superarlos. La gente en la calle y el riesgo de la represión del gobierno, lo cual no ocurrió todavía en Caracas pero sí en las regiones, podría suceder el 3 de noviembre en la marcha a Miraflores, sede del Ejecutivo, convocada por la MUD. Si la cancelan, por lógica precaución, podrían distanciarse de la base. Si siguen adelante, podrían ser padres y testigos de una tragedia.
Este es precisamente el escenario que quienes invocan la Carta Democrática han intentado evitar durante largos meses. Propusieron una mediación colectiva pero en serio, un diálogo sin pistola, la intervención de la comunidad internacional, la restitución de derechos, la ayuda humanitaria. Pero esos son los ultras de hoy. Sería muy triste que ellos—la OEA, los expresidentes nucleados en IDEA, las organizaciones de derechos humanos, la prensa y muy pocos gobiernos de la región—tengan que recurrir al “les advertimos que esto pasaría”.
Ya veremos más adelante cómo se asignan las culpas y responsabilidades. De lo que hay certeza es que la víctima sería—ya lo es—el pueblo de Venezuela. Y esa es la realidad objetiva, no la paralela.
Publicado originalmente en El País (España)