Diálogo, negociación, dirimir controversias… es lo correcto. No tiene sentido cuestionar sus bondades para dirimir cualquier clase de conflictos. Los enemigos más acérrimos en la política, los negocios y las familias han recurrido a estos métodos alternativos de resolución de conflictos para arbitrar sus diferencias y lograr algún resultado que justamente satisfaga la disputa.
Se podrían llenar tratados con casos ejemplares que ilustran las bondades de la negociación. Desarrollar una retórica con esta premisa difícilmente sonaría absurda y siempre es percibida como ecuánime. Y si metemos al Vaticano en la ecuación, al mismísimo rey de la Iglesia Católica, entonces la fórmula se blinda más.
Pero para comprender en su justa magnitud y aplicar conceptos teóricos a la vida práctica hace falta emplear elementos adicionales, que solamente permite el contexto más crudo y realista.
En estos días recordaba a mi profesor de derecho corporativo y una conversación que tuve con él en su despacho, hace más de veinte años. Me contaba que había renunciado a un bufete de Wall Street porque se había dado cuenta que su piel no estaba hecha para resistir tanto mordisco de tiburón. Que una vida universitaria le sentaba mejor, porque allí se vivía en utopía y uno podía darse el lujo de disfrutar un idilio permanente, pontificando el deber ser sin tener que confrontar a diario cuan alejado está el ideal de lo real.
Y realidad es lo que uno debe pulsar para analizar el caso concreto de Venezuela y lo que está implícito en la discusión. El argumento a favor de los métodos alternativos de resolución de conflictos, aplicables a nuestro país, podríamos meterlo en una caja y envolverlo con un lazo, poniéndolo una tarjeta que diga: “Utopía”.
¿Por qué es utópico?
Porque para que una negociación o diálogo pueda realizarse es esencial que, además del conflicto a dirimir, exista eso que en derecho se llama “meeting of the minds”; el entendimiento mutuo de que A es A y B es B. Es imprescindible que también haya voluntad honesta de resolver la controversia y honorabilidad para aceptar sus resultados y colocar el punto final a la disputa.
¿Habla el régimen el mismo idioma mental que nosotros? ¿Nuestra A es la misma A que la de ellos, la B es igual? ¿Tiene el régimen la voluntad de entregar el poder? ¿Es honesto? ¿Tienen algo que pueda parecerse a la honorabilidad?
Además, un repaso rápido de las experiencias debería ser ilustrativo. ¿Pudo el diálogo – un año la OEA y Carter en Venezuela – detener el fraude del referéndum 2004? ¿Qué lograron las conversaciones de 2014? En ambos casos, la lucha en las calles se congeló mientras, de parte y parte, se afirmaba que lo conveniente era dialogar. En las dos ocasiones el “gobierno” estaba literalmente derrotado en apoyo popular y credibilidad internacional, y el diálogo le permitió recuperarse y salir robustecido, mientras que el país continuó destruyéndose.
Cuando se padece una narco tiranía como la que secuestra a Venezuela, cualquier método convencional para dirimir controversias le favorece desproporcionadamente. Necesita bajarle el tono a la crítica. Aparecer ante el mundo como una entidad razonable que no es tan salvaje y cruel como la pintan sus enemigos. Y nada como el diálogo para conseguirlo. No es casualidad que, en sus momentos de mayor debilidad, el tono de discurso mute, y de pronto vemos hablando de amor, concordancia y entendimiento a quienes a diario insultan y violan los derechos humanos.
Algunos usan al monopolio que tiene el régimen de las armas para afirmar que cualquier cosa distinta a la negociación implicaría un baño de sangre. Esta falacia concluye apuntando con el dedo a cualquiera que se atreva a decir lo contrario, tachándole de “guerrero del tuiter”, y el trillado “¿cuántos fusiles tienes en tu casa?”
Gandhi, Martin Luther King y los jóvenes de Otpor no eran unos loquitos. Fueron líderes que comprendieron que hay cosas que no se dialogan, que la Libertad no se transa con quienes la irrespetan.
Ninguna mesa de diálogo ha disminuido los índices de violencia existentes en Venezuela desde que el régimen le dio una patente de corso al hampa. Los asesinatos se han elevado a niveles que superan escenarios de guerra en otras partes del planeta y existe una política sistemática de aniquilamiento de la población civil disidente: de su psique y de su cuerpo. Esta política jamás se ha detenido con el diálogo, y no lo va a hacer nunca.
Lo que logra el diálogo – manteniendo al tirano en el poder – es precisamente que la sangre continúe corriendo y los cadáveres acumulándose, incluyendo a los que mueren de hambre en las cárceles, los ancianatos y las instituciones mentales.
El problema más agudo lo veo en la incomprensión que se demuestra – tras diecisiete años – de la naturaleza de aquello que confrontamos. El régimen no tiene voluntad de cambiar (y si la tuviera, ya es demasiado tarde). Al contrario, los hechos demuestran que su objetivo es intensificar eso que llama “revolución”, y que no es otra cosa que la destrucción total de la sociedad venezolana, hasta convertirla – ya casi es unánime su logro – en un paria con la mano extendida y los ojos apagados.
Se trata de un régimen que está consciente de los crímenes que ha perpetrado, delitos que no prescriben y son perseguibles en cualquier jurisdicción de la Tierra. Unos desalmados con estos rasgos no se desprenden del poder por su propia voluntad, a través de diálogos y negociaciones. No vienen al caso ejemplos tipo Pinochet, porque sus contextos eran otros y los caracteres de las personas implicadas también lo eran. Cualquier estrategia de diálogo que promueva esta mafia será una táctica para confundir, ganar tiempo y capitalizar sus objetivos. Son casi dieciocho años de aprendizaje sobre sus procederes.
El régimen no se sienta para negociar nada que no satisfaga ese principio básico de supervivencia. ¿Qué se negocia entonces? Lo que sea que se vaya a dialogar o transar en estas condiciones jamás logrará el objetivo de la sociedad civil, que no es otra cosa que su libertad, la nuestra, la de todos nosotros.
Al no haber posibilidad de entendimiento entre las partes, una negociación es inviable, ya que transar la libertad por un punto medio, que satisfaga a ambas partes en conflicto, es anatema para una de ellas (al menos para sus representados), por lo que el “meeting of the minds” no se materializaría.
Referirnos a mecanismos alternativos de resolución de conflictos (diálogo, negociación, etc.) es una utopía en este contexto. Y al ser utópico, no es apropiado que los representantes de la sociedad civil – la MUD – planteen este mecanismo como instrumento de lucha.
Lo que sí era viable y lógico es el Acuerdo de la Asamblea Nacional firmado el domingo 23 de octubre. No había necesidad alguna de modificarlo. Allí se fijó una hoja de ruta que consideré impecable, siempre y cuando se honrara la palabra por parte de quienes la dieron (ver: http://bit.ly/2fEAMHO). Ese documento estaba blindado. Se consagró la necesidad de rebelarse a las instituciones írritas y hacerle un juicio político a Maduro, que se acompañaría de una marcha a Miraflores para demostrar el apoyo del pueblo a la decisión que tomaren sus legítimos representantes. El 80% del país celebramos ese acuerdo.
El cuerpo legislativo tiene la potestad constitucional – artículo 233 CN – para destituir al presidente de forma autónoma, sin requerir para ello de ningún otro poder público del Estado. Semejante poder, respaldado por una legitimidad popular fresca e incuestionable, es un recurso que la Asamblea Nacional tiene la obligación de poner en práctica.
Se trata de un deber que se metió en un congelador apenas dos días después de la firma del Acuerdo, para cambiarlo por un diálogo que lo único que puede obtener es una estabilidad que solo favorece al régimen, y a aquellos que prefieren vivir en paz su esclavitud.
Un régimen que frustró el RR no va a transarse por unas elecciones generales que pueden sacarlo del poder más fácilmente que el mismo RR (¿En qué cabeza cabe esto?). Tampoco liberará a cada uno de los presos políticos – acentuó su tortura a Leopoldo López y familia – ni frenará su misión de destruirlo todo, para reinar por siempre.
No es justo que tras diecisiete años de crímenes incalificables se le siga dando un trato de gobierno a lo que es una mafia sin ninguna legitimidad para gobernar. Insistir en darle ese trato es optar por vivir una utopía, pero sin dignidad. Aquí es una utopía que produce un daño terrible e irreversible a millones de personas que sufrimos la realidad impuesta por los criminales.
Nadie que entienda lo que significa “Libertad” está dispuesto a cederla por una estabilidad que implica la destrucción de su dignidad y de su futuro. Ya muchos jóvenes entregaron sus vidas demostrándolo. Su memoria merece ser honrada con justicia.
La marcha a Miraflores implica riesgos, pero nunca tan elevados como los de vivir en un país enterrado en el infierno.
Hay que recapacitar y volver a la hoja de ruta trazada el 23 de octubre: Destituir a Maduro y demostrar que el país apoya esa decisión, en las calles. Que el once de noviembre se selle este compromiso.
La Libertad no se negocia.
En Caracas, a los cinco días del mes de noviembre de 2016.
@jcsosazpurua