Gustavo Azócar Alcalá: Requiem por Fidel

Gustavo Azócar Alcalá: Requiem por Fidel

Conocí a Fidel Castro Ruz a finales de 1999, en La Habana, Cuba. Fui uno de los pocos periodistas venezolanos que asistió a la IX Cumbre Iberoamericana de Jefes de Estado y de Gobierno, que se llevó a cabo en esa isla los días 15 y 16 de noviembre y en la cual participaron 21 jefes de estado. Fue mi primera — y única — visita a la tierra de José Martí.

Mi primer y único contacto face to face con el dictador cubano, a quién apenas había visto en fotos publicadas en revistas y periódicos y uno que otro programa de televisión,  se produjo en el auditorio de la Universidad de La Habana, donde el entonces presidente de Venezuela, Hugo Chávez Frías, ofrecería una conferencia  a estudiantes de la escuela latinoamericana de medicina.

Si la memoria no me falla, fue en aquel recinto, atiborrado de jóvenes de diferentes países de América Latina, donde el fallecido mandatario venezolano, pronunció una de sus frases más legendarias, la cual revelaba muy bien cuáles eran sus verdaderas intenciones con el país que hacía poco menos de un año, lo había elegido como su presidente: “Venezuela va hacia el mismo mar hacia dónde va el pueblo cubano, mar de felicidad, de verdadera justicia social, de paz”.

A Chávez lo conocí en persona tres años después del fallido golpe de estado que lo catapultó como una figura pública. Eso fue a finales de 1995, en una de sus primeras visitas al Táchira. Yo moderaba un espacio de opinión de gran sintonía, en una emisora de San Cristóbal, y los colaboradores del líder golpista, entre quienes se encontraban algunos colegas profesores de la Universidad de los Andes, le pidieron que asistiera a mi programa. Fue una entrevista dura. Nunca apoyé el golpe de estado del 4 de febrero del 92. Todo lo contrario: siempre exterioricé mi rechazo hacia lo que hicieron aquel grupo de militares y aquel día aproveché para restregárselo en la cara al jefe de la intentona.

Pero contrariamente a lo que algunos creían, a Chávez le agradaba la polémica y la confrontación. Y eso hizo que cada vez que visitaba San Cristóbal, antes de ganar la presidencia, en 1998, uno de los primeros programas a los que asistía era precisamente a 40 Grados a la Sombra. Eso me dio una pequeña ventaja en noviembre de 1999, en La Habana, Cuba. En el auditorio de la Universidad de La Habana había un maremágnum de gente queriendo tomarse una foto con Chávez y Fidel Castro. Yo estaba como a 10 metros de ambas figuras, y aunque parezca increíble, Chávez me saludó afectuosamente y me hizo señas para que me acercara. No hace falta recordar aquí que el Chávez de 1999 era una persona muy distinta a la que murió en 2013. Logré acercarme a los dos mandatarios y uno de los colegas periodistas que estaba allí nos tomó una foto.

Fidel alargó su mano para estrechar la mía. Yo correspondí al gesto. Chávez hizo un chiste de esos que nunca faltaban en su boca (“este negrito es un jodedor de primera”) y los dos soltaron la carcajada como si hubiesen dicho la gran vaina. Yo me retiré hacia donde me encontraba para seguir viendo el show. Fidel estaba como casi siempre, en su uniforme verde oliva. Chávez ataviado con flux y corbata. Ese día lo comprobé: Chávez sentía hacia Fidel algo más que admiración. La empatía entre ambos líderes era extremadamente perturbadora.

Esa fue la única vez, en aquel noviembre de 1999, que los periodistas pudimos acercarnos a Fidel. Los días restantes fue poco menos que imposible estar a menos de 20 metros del líder de la revolución cubana. A medida que se acercaba la Cumbre Iberoamericana, la seguridad en torno a Castro aumentó exponencialmente hasta  convertirse en una muralla que evitó que los comunicadores que venían de todas partes del mundo, pudieran hacer preguntas incómodas al Comandante en Jefe de la Fuerzas Armadas Revolucionarias de Cuba.

En la noche hubo un partido de beisbol, entre las selecciones de Cuba y Venezuela, en el estadio latinoamericano. Los periodistas fuimos ubicados estratégicamente del lado derecho de las tribunas, justo en frente de la primera base. Allí conocí a María, una hermosa morena cubana, quien se encontraba en la fila que estaba arriba del lugar donde yo estaba sentado. María entabló conversación con los periodistas y aprovechamos para extraerle información valiosa que nos ayudó a comprender cómo funcionaba el socialismo cubano de 1999.

María nos contó que una semana antes de nuestra llegada, el Comité de Defensa de la Revolución la había visitado en su casa para ordenarle que debía estar aquel día en el estadio. Ella no quería asistir, porque su madre estaba enferma y ella era la única persona que podía cuidarla. Pero el jefe del CDR le dijo: “usted tiene que ir y punto”. Le asignaron asiento 8 días antes. Su familia estaba integrada por 7 personas. Todos fueron obligados a ir. El juego comenzó a las 7 pm. María y sus familiares llegaron a las 11 de la mañana. Les dieron un pan relleno con pernil de cochino a la 1 pm. Sólo. Sin agua. Su esposo también estaba allí, pero lo sentaron en otro extremo del estadio. El juego terminó a las 9 pm. Y María se fue a su casa muerta de hambre, apenas con una barra de chocolate que yo le regalé. Esa fue su cena aquel día.

El oficial de enlace que teníamos los periodistas que asistíamos a la Cumbre se llamaba Miguel. Era un tipo alto, delgado, de hablar pausado. Nunca, en las varias veces que tuve oportunidad de hablar con él, se refirió a su Comandante en Jefe como Fidel, o como Presidente. Siempre lo llamó “el jefe”. Aunque parezca mentira, en 1999 los únicos cubanos que llamaban a Castro por su nombre de pila eran precisamente los que no vivían en la isla. La mayoría de los que se referían a él, en cualquier rincón de La Habana, lo llamaban así: El Jefe.

En el hotel en el que me hospedaba, una señora llamada Teresa estaba a cargo de arreglar mi habitación todos los días. Teresa me habló de las peripecias que hacía de lunes a domingo para poder llevar algo de comida a su casa. Me explicó en detalle la forma como algunos empleados lograban robarse la comida; como guardaban escrupulosamente los alimentos que sobraban en algunos platos, y la manera como ocultaban los “regalos” que les hacían algunos huéspedes para que no se los quitaran los funcionarios de seguridad que los requisaban todos los días al terminar la jornada de hasta 14 horas diarias. Teresa me regaló una tarjeta de racionamiento que todavía conservo en mi biblioteca, prueba inequívoca y fehaciente de los grandes logros de la revolución cubana.

Raúl, el taxista que nos movió de un lugar a otro en La Habana, en un vehículo ruso, marca Lada, nos contó lo que debíamos hacer para burlar la seguridad del Hotel Nacional, la noche que acudimos al concierto de la Orquesta Aragón. También nos llevó a conocer los “paladares” y nos condujo a La Habana vieja, donde logramos ingresar a las “habitaciones compartidas” donde dormían y vivían 8 y hasta 10 personas. En la noche fuimos al malecón y pudimos presenciar a las jineteras abrazadas con turistas franceses y canadienses que disfrutaban de largas horas de sexo por apenas 10 pesos.

Esa fue la Cuba socialista que conocí en 1999. Un país donde abundaba el hambre, la miseria, la explotación del hombre por el hombre y la prostitución. En las noches, Fidel se pavoneaba con 20 presidentes y jefes de estado en los mejores hoteles de la ciudad, atragantándose de la mejor comida y el mejor vino. En el día ofrecía largos discursos para atacar al capitalismo salvaje. Afuera, en las calles, el pueblo cubano pasaba penurias y sufrimiento a causa de la revolución. Nadie me lo contó. Yo lo vi.

Dos días después del encuentro con Chávez y Fidel en la Universidad de la Habana, fui con el colega periodista que me había tomado la foto junto a los dos mandatarios a un estudio de revelado. El colega había llevado los rollos de película a revelar porque quería llevarse algunas fotos ya impresas. La encargada de la tienda le informó  al colega que las fotos y sus rollos de películas habían “desaparecido”. Frente al airado reclamo de mi colega, la dama tuvo que admitir que en realidad sus fotos no habían “desaparecido” sino que las habían tomado prestadas algunos funcionarios del G2.

Por razones que nunca pudimos conocer, los funcionarios del G2 (que se dedicaron a seguir periodistas por toda la Isla durante los días que duró la IX Cumbre) confiscaron los rollos y la fotografía que el colega me había tomado aquel día en la Universidad de La Habana junto a Chávez y Fidel. Cuando logramos hablar con Miguel, el oficial de enlace, para explicarle lo que había sucedido, el tipo se encogió de hombros y dijo: “no todo el mundo puede tener en su casa una foto con el Jefe. Así son las reglas aquí”.

Hoy, 72 horas después de haber leído la noticia sobre la muerte de Castro, y luego de haber visto y comprobado el desastre socio económico y la calamidad humana que provocó en Cuba (y en muchos otros países donde intentó filtrar su experimento político e ideológico, como es el caso de Venezuela), me viene a la mente un pensamiento de José Martí que muy seguramente nunca fue leído por Fidel: “la palabra no fue hecha para encubrir la verdad, sino para decirla”.

Como muy bien lo escribió la colega Miriam Celaya: “El verdadero poder de Fidel Castro nunca fue el amor de los cubanos, sino el temor inconfesable que estos sentían hacia él”. Eso fue exactamente lo que yo palpé mientras estuve en Cuba. Sé que algunos de ustedes se estarán preguntando por la foto que me tomaron con Chávez y Fidel. La gráfica nunca apareció (menos mal). Y créanme, no hice mucho empeño para que apareciera. Sólo espero que algún funcionario del G2 la haya quemado. No es nada agradable mirar tu figura al lado de dos muertos.

  1. 28 de noviembre de 2016

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