No creo en los que llegan a ofrecer consuelo cuando pierdes a un ser querido. Creo que en esos momentos solo hay que estar presente y, desde una discreta distancia, cuidar de ese otro que sufre su pérdida. Hay que dejarlo llorar, patalear y maldecir. No hay que ofenderlo con estupideces. Tampoco creo en los que dicen que hay que bailar y reír en la adversidad, ni en los que venden el éxito seguro por el esfuerzo terco y constante. Por eso detesto la película Gravity (2013) y tantas como esta, donde la heroína salva su vida después de mil peripecias para escapar de una muerte segura: ¡un canto a la vida!, ¡el triunfo del ser humano!, dicen algunos y aplauden.El riesgo vale en tanto salva. En fin, una sarta de sensiblería empalagosa a la que nunca he conseguido sentido.
Digo lo anterior pensando en nuestra particular tragedia. Y creo, más bien, que para superar este trance republicano que hoy nos agobia y aniquila de a poco, tenemos que aceptar que la desolación, la anomia y el mal que emana de este proyecto de expoliación y muerte que ha puesto en marcha el chavismo,se traduzca en sentimientos como la melancolía y la tristeza radical. Tenemos que aceptar, incluso, la depresión que esto provoca, pero no para echarnos a llorar, ni para lanzarnos de un puente, sino para que cambie nuestra percepción. Cuando nos aferramos a rituales celebratorios, pongamos por caso, Navidad y Año Nuevo, el saldo favorece más a nuestro opresor (y hasta puede verse como una forma de suicidio ciudadano). ¿Y nuestros hijos qué?, se preguntarán ciertos lectores harto sensibles. Lamentablemente no podemos hacer como Roberto Benigni en la Vida es bella (1997).Ellos deben enterarse y padecer la calamidad que atravesamos. No podemos sustraerlos de la realidad. Creo que si insistimos en estos mecanismos de evasión colectivos, aunque sean respiros, estaremos en permanente desventaja. Nuestro hijos, y todos, debemos palpar eso que nos limita y que no nos permite llevar una vida normal en ningún sentido y en ninguna manera, mucho menos en proporción a los esfuerzos acometidos por cada quien.
Si no somos capaces de sacrificar la fiesta, el hambre y la miseria reinarán por mucho tiempo más.
Cierro con estas terribles palabras puestas por mi amigo Luis Yslas en su cuenta de Facebook: “Tengo 37 años viviendo en este país y nunca había visto tanta desolación en las calles como este diciembre: un país absolutamente humillado”