No necesitamos hablar del Papa Francisco, ni desde la perspectiva de los que se escandalizan y lo consideran comunista, defensor del raúl-castrismo, ni del lado de quienes lo perciben como un santo a punto de subir a los altares.
Hay que entender al ciudadano desconfiado, pero pensar que el Papa quiere salvar al gobierno y por eso se enfrenta a la Iglesia venezolana está fuera de cuestión. La Iglesia está consciente de las dificultades y comienza a exteriorizarlas, pero también empiezan las ominosas amenazas de meter preso al cura que denuncia, o de señalarlo de inmiscuirse en política. El problema no es el Papa.
Lo que no entienden los anticlericales oficialistas, es que no es nuevo en los más de 20 siglos de historia cristiana, no asusta ni engaña. Al contrario, el país y la comunidad aprecian, que la Iglesia se sensibilice y desarrolle formas humanitarias de solidaridad ante la terrible situación. Aún más, se alían a las propuestas justas, acertadas y siempre valientes.
¿Quién puede dudar de la voluntad invariable de quienes por su formación y fe están siempre preparados para el sacrificio e incluso la muerte? En el espíritu, la conciencia y la confianza imbatible en Dios está la invencible fortaleza de la Iglesia. Los dirigentes cubanos lo saben y le temen.
En Venezuela, la oposición organizada envuelta en debates internos inútiles, sin sentido, -el cuento aquél de borrachos peleando por la botella vacía-, y un oficialismo que se sabe perdido, temeroso del sufragio, en pánico, se equivocan siempre hasta en las soluciones que buscan. Es una nación desgarrada entre dos torpezas. Un país de capa caída, en el cual los ciudadanos se someten a colas de humillación, de hambre, sin medicinas, al sosiego y silencio a la fuerza. Los militares sacan pecho y juntan talones envueltos en uniforme al peor estilo y remedo cubano, los jóvenes se escapan en abundancia a otros países, los profesionales critican pero aguantan, los economistas anuncian hecatombes día sí y día también. Y a cada sacrificio, el oficialismo, con imaginación controlada y cubano dirigida pero creativa, inventa o reinventa un programa, una fiesta, una amenaza, una canallada o, con frecuencia, una insolencia como que la Iglesia quiere que la violencia se imponga en el país.
En medio de este deprimente espectáculo politiquero sólo una voz se alza contundente y con peso propio. No sólo suena, retumba. No es la de la oposición, desperdigada entre sus enredos y la molestia de ciudadanos hartos, ni siquiera es la del cada día más grueso Maduro, ni la gangosa del nuevo y repotenciado Vicepresidente.
Es la única palabra que tiene campanas, sobriedad, confiabilidad y pueblo, todo al mismo tiempo. La voz de la Iglesia venezolana, sin recodos ni sutilezas. Voz sumatoria de parroquias populares, de clase media y alguna que otra acomodada, hay muchos urbanismos que son mezclas diversas de feligreses. ¡Con la Iglesia han topado, camaradas rojos!
Es una señal de obispos que sirven de puentes a los párrocos y sus congregaciones, dignatarios que pueden pensar y expresarse en latín, pero hablan venezolano fuerte y claro. La filosofía y teología los educaron a pensar y analizar con precisión, las iglesias, templos, devotos y creyentes los enseñaron a comprender lo humano, lo nuestro, la diaria complicación de vivir y sobrevivir. ¡La iglesia no acepta más!
¿Por qué los ataques a sacerdotes y feligreses? ¿Qué beneficio producen las agresiones a la residencia del arzobispo de Barquisimeto y la casa de un miembro del cabildo catedralicio de Caracas? Acaso se escandalizan de que la Iglesia no peque por omisión y en cambio se alarme ante el drama que vivimos. La Iglesia está en el deber de activar conciencias ante la inseguridad y las miles de muertes violentas, hay escasez y no se puede ocultar, las medicinas brillan por su ausencia, es tan evidente como el más alto campanario.
Es comprensible que desde el poder no quieran que se diga, pero la Iglesia no puede callar ni hacerse la vista gorda, no puede voltear para un lado sino advertir, tiene que hablar con firmeza a los cuatro vientos, de lo contrario, estaría negando su propia esencia.
Cuando un régimen indocto, ideologizado por fracasados y empecinado en sus errores, amenaza cada día más la coexistencia, y quienes deberían bloquear esa estupidez no atinan a hacerlo, la Iglesia sale de sus púlpitos, confesionarios, altares y habla a la calle con la verdad, sin titubeos, en defensa de una sociedad oprimida, abandonada, despojada.
La iglesia se preocupa porque no hay elecciones ni cronograma, pero esa intranquilidad es compartida por más del 80% de los ciudadanos que saben que el oficialismo tiene miedo a contarse, demuestra con sus bárbaras inconstitucionalidades desconfianza y cobardía. Han defraudado el legado de su comandante y traicionado la confianza de su pueblo.
Venezuela se agita con áspero malestar socio-económico y político que no disminuye, por el contrario se acrecienta. El Gobierno lo sabe, tanto como no acierta a resolver sus causas, pero no hay que subestimarlos ni pensar que son tontos, conocen el riesgo del fracaso total y resiente el repudio de la población. La imagen de ineficiencia y corrupción que ofrece el oficialismo es percibida, incluso por los mismos chavistas.
Cuando las campanas anuncian la celebración de la eucaristía, todos escuchan, es imposible evadir el repicar de bronces que afirman la esperanza, la fe, confianza y sentido de independencia, soberanía y dignidad. La Iglesia habla y el régimen responde de la única manera que sabe; con violencia y amenazas. Los templos cantan y alertan, el castro-madurismo gruñe, refunfuña y muestra los dientes. La iglesia recibe, da y se alebresta.
Pero como una vez, en los remotos tiempos de las catacumbas, la Iglesia no es sólo formas, sino fe profunda, y no teme a las fauces abiertas. La Iglesia venezolana ha experimentado oposición ética en nuestra historia, cada tirano ha tenido campanillas que le han roto colmillos, y este régimen y esta Iglesia del siglo XXI no son excepciones.
@ArmandoMartini