En dos meses, en Cartagena fueron atendidas 82 mujeres que salieron de Venezuela por la falta de alimentos, publica El País de España.
Migraron para ser mamás. Aguantaron irse a la cama sin comer hasta que sus embarazos avanzaron y el riesgo de desnutrición se advertía. La crisis, según la Encuesta Nacional sobre condiciones de vida de Venezuela (2016), tiene al 82% de los hogares en la pobreza. El mismo estudio dice que hay 9,6 millones de venezolanos que comen dos o menos veces al día. “O me iba o nos moríamos ambos”, dice Dariana Elluz Amaya, de 25 años. Tiene nueve meses de embarazo y una barriga que apenas se asoma. En un folder, que alcanza cuando quiere dar una fecha con precisión, ha ido guardando la historia de su hijo a punto de nacer. Muestra dos ecografías. La de una clínica de Zulia le anuncia que tendrá un niño y la de Cartagena dice que será una niña. “Es que allá ni los exámenes hacen bien”, apunta indignada. Dos días después nacería Ashely Samara en la Clínica maternidad Rafael Calvo.
Dariana Elluz es una de las 82 venezolanas que en los dos primeros meses de este año han buscado atención en ese centro médico de Cartagena. En el mismo periodo de 2016, la cifra rozaba los 40 casos. La mayoría – cuenta Jorge Quintero, médico y gerente del hospital – llega sin historia clínica, sin controles. “Por lo general ingresan por urgencias cuando ya tienen los dolores de parto o se sienten muy mal”, explica. El camino para recibir atención, sin embargo, no es tan fácil. Él mismo lo reconoce. “El Estado colombiano está de espaldas a lo que está pasando con la salud en las regiones de frontera a raíz de la llegada de venezolanos. Se necesitan más recursos y una política que garantice su atención”.
Dariana emigró a la ciudad más turística del caribe colombiano y no ha visto la primera imagen que se asemeje a lo que le mostró Google cuando la buscó antes de salir de su país. Se ha tenido que internar horas enteras en las oficinas distritales para tramitar un servicio médico. Cuando no está allí, permanece en un cuarto acondicionado en la parte trasera de una tienda de la Cartagena que pocos extranjeros conocen, la que solo sale en internet en las noticias judiciales de los diarios regionales. Vive en el barrio Villa Estrella, en donde advierten que matan por robar un par de zapatos. “A veces se siente mucha inseguridad, pero por lo menos tenemos lo de comer tres veces al día y medicina” dice la venezolana. Durante el 2016, 309 compatriotas suyas recibieron atención en Cartagena, lo que significó una facturación de casi 50.000 dólares para las finanzas de la clínica que las recibió. Entre enero y febrero de este año, la cifra ya rondaba los 17.000. “Hemos hecho un convenio regional con otras entidades para que ninguna mujer se quede sin atención. Se trata de un acto humanitario, aunque en nuestro sistema de salud escaseen los recursos”.
El personero de la ciudad, Willian Matsón, ha propuesto que a los venezolanos que llegan al país se les dé el trato de refugiados para agilizar el servicio médico. Dice que en dos meses su oficina atendió a casi cien mujeres embarazadas que pedían ayuda. Hace dos semanas, se firmó un acuerdo con el Ayuntamiento para crear un protocolo de atención y destinar una partida presupuestal para los migrantes. No hay detalles hasta ahora. “Muchos tienen familia colombiana entonces les resulta más fácil establecer su legalidad en el país”, dice. Otros, en cambio, muestran su documento venezolano y argumentan que están en Colombia porque no tenían a dónde más ir. Desde el 2015 han sido deportados 2.584 venezolanos que permanecían sin papeles en varias zonas, nada más del Caribe este año van 124, según la oficina de migración Colombia.
“Se corre la voz, una le dice a la otra que así no tenga papeles se les atiende y creemos que por eso cada vez llegan más venezolanas”, dice Quintero, desde la clínica. Junto a él, Rocío Mendoza, subgerente de la entidad, agrega que no puede negar el servicio así estén indocumentadas. “Si se trata de una urgencia no miramos de dónde vienen ni quién paga, primero es la vida”, dice.
Cindy Paola Soler fue atendida allí. Tiene 24 años y una bebé, que permaneció cinco días en la unidad de cuidados intensivos. Las dos estaban desnutridas. Cindy en todo el embarazo apenas llegó a pesar 45 kilos. “Me estaba volviendo loca. Yo creo que el estrés afectó a la niña” dice. Su trabajo haciendo la manicura en Caracas se puso difícil y comer se convirtió en el milagro que aparecía un par de veces por semana. “No podía esperar la muerte en una fila buscando harina o lo que consiguiera porque nunca se sabe qué habrá en el estante cuando llegue el turno de comprar”, dice. Con su hermano de 22 años hizo la travesía desde Caracas hasta Cartagena. Le costó casi dos días de viaje y un poco más de 50 dólares. “Pasamos por mucha trocha y al final llegamos a donde los Filúos, una población de la Guajira, y de ahí en un bus hacia acá”, recuerda. Cindy confiesa que extraña su país – sobre todo a su familia y el clima – pero cree que, de no haberse ido, tal vez su hijo no habría sobrevivido. “No tenía qué comer y tampoco había salud, no había cómo hacernos exámenes, nada”. Su hija es colombiana, aunque a ella le hubiera que fuera venezolana. “Es lo que más queremos con el corazón, pero tristemente no podemos ser mamás si nos quedamos en Venezuela”.