Un torrente de migrantes del país bolivariano en busca de mejores condiciones de vida sacude el norte brasileño. Las autoridades locales dan la espalda a los llegados, reseña El País de España.
“¿Cómo se dice en Brasil? ¿Obrigado? Pues obrigado porque en Brasil hay comida. En Venezuela no hay comida”. Una treintena de indígenas de la etnia warao intenta comunicarse con Juliano Torquato, alcalde de Pacaraima, un municipio en Roraima, el Estado más al noreste de Brasil. Quieren explicarle su situación. Que viven al lado de la autopista, no muy lejos de donde están esta lluviosa tarde de verano. Que duermen en el suelo y viven de donativos entre perros, moscas y juguetes de segunda mano. Que comen cuando hay comida. Y lo que es más problemático para esta localidad de 16.000 habitantes, para la ciudad que tiene al lado y para el Estado en el que se encuentra: que no están solos.La región ha sido sacudida en los últimos meses por un torrente de inmigrantes venezolanos —indígenas o no— que cruzan la frontera de Roraima con la esperanza de que Brasil les ofrezca una vida mejor, o al menos trabajo, o al menos comida. La mayoría llega a través de Pacaraima y echa a andar hacia Boa Vista, la capital; en el camino, viven de donativos, de trabajos sueltos o de mendigar. Los indígenas intentan volver a sus comunidades en algún momento. Los no indígenas, no. Freiomar Viana, de 41 años, pertenece al segundo grupo: se trajo a la familia de Caracas a Brasil hace un año y ahora ya no le ve sentido a dejar su trabajo en una cafetería de Boa Vista. “Con un salario venezolano uno no puede comer más de tres días. Si tienes familia, ¿cómo vas a apañártelas?”.
En Pacaraima muchos ya estaban acostumbrados a las idas y venidas de los venezolanos, que llegaban desde su país, compraban productos de primera necesidad y volvían. Pero ahora los visitantes ya no regresan y es común verlos malviviendo en las calles del municipio. El Gobierno del Estado contó hasta 177 venezolanos en situación precaria por las calles, el pasado agosto. En diciembre, la ciudad decretó un estado de emergencia para la salud pública. Es una situación insólita también para los venezolanos, que vienen de un país acostumbrado a recibir migrantes y no a lo contrario, según Francilene Rodrigues, profesora de estudios sobre fronteras de la Universidad Federal de Roraima. Pero en cuanto comenzó la presidencia de Hugo Chávez en 1999 se inició también el nuevo movimiento migratorio: la clase media empezó a irse a Estados Unidos y España. Después empezaron a irse los más pobres. “Y a partir de 2010 el proceso se recrudece”, recalca Rodrigues. “El alto coste de la vida en Venezuela, más la caída del precio del petróleo ha hecho estragos con la economía del país”.
María Pérez, indígena warao, tiene otras palabras para explicar este fenómeno migratorio: “Chávez murió en 2013 y entonces se acabó la comida y llegó la crisis. No hay nada que comprar y cuando lo hay es demasiado caro”. La mayoría de estos nuevos expatriados son jóvenes, es decir, personas en edad de producir.
Pero hay un problema insondable: estos jóvenes eligen Roraima más por la proximidad que por las oportunidades que ofrece. “Los venezolanos sienten un gran orgullo de su nación; el estar cerca de la frontera les da la oportunidad de volver en cualquier momento”, explica Rodrigues. Son un gran número para un Gobierno relativamente pequeño y una bolsa de trabajo aún menor.
Vivir en polideportivos
Cuando, hace algo más de un año, los gobernantes de Roraima vieron en sus calles (y en sus plazas, y en sus solares, y en sus callejones) a mendigos venezolanos, intentaron devolverlos a la frontera en un autobús. Pero eso constituía una deportación en masa, algo prohibido en la legislación brasileña. El Defensor Público, la institución que vela por la justicia criminal en cada Estado, interrumpió el proceso. El siguiente paso lo dio la fiscalía de Roraima al exigir que se diera cobijo a los menores. El juez accedió siempre y cuando estuviesen con sus familias. El resultado: cientos de indígenas (y no indígenas) viven en un polideportivo desde hace un año. No se puede dar un número concreto porque este cambia a diario. El día que EL PAÍS visitó las instalaciones, la semana pasada, había 193 personas. Otro día se contaron casi 300. Duermen en el suelo y comen lo que les den ese día.
Ese polideportivo, que acoge a demasiadas personas sin estar hecho para acoger a nadie, se ha convertido estos días en una ilustración viva del conflicto. Y hasta él se desplazó la semana pasada una representación de la fiscalía federal en busca si no de una solución, al menos de alguna pista sobre qué hacer. Visitaron Pacaraima, donde estaban los indígenas empapados junto al alcalde. Intentaron reunirse con la alcaldesa de Boa Vista, pero esta no acudió a la cita. Mandó en su lugar a una fiscal, cuya postura se quedó en un enjuto: “No estamos en una situación financiera que nos permita asumir la responsabilidad de esas personas”.
Se cuestionaron las virtudes de dar documentación a los inmigrantes (para que al menos los niños puedan ir a las escuelas). Se debatió si había subido la tasa de crímenes desde el desembarco venezolano (sí, pero no hay datos que asocien una cosa con la otra). También hubo una reunión con la gobernadora de Roraima, Suely Campos. Al salir, se le preguntó qué hacer con los inmigrantes. Ella contestó: “No sé”.
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