Es cuesta arriba escribir desde la rabia. La tarea resulta prácticamente imposible cuando se intenta desde el dolor. Cuando ambos se conjugan simétricamente en malhadados tiempo y espacio, la realidad angustiante abrume y abate el alma y sólo lágrimas y maldiciones empañan el blanco de la pantalla. Corren las horas y el sufrimiento desuella las calles venezolanas. El cielo límpido de esta tierra otrora ganada al progreso es mancillado por gases lacrimógenos regados con saña. Pérfidas detonaciones se escuchan una y mil veces acallando palabras acunadas con ternura. Compatriotas que empuñaron la decisión definitiva al ofrendar sus pechos valientes dispuestos a gritar al universo su derecho inalienable a soñar futuro, son arrancados inmisericordemente de la vida, cuando todavía es demasiado temprano para ello.
En respuesta al vía crucis del momento, palabrerío infame retumba en déjá vu. Como ayer, como siempre, la miseria humana que afea a los cínicos y a los crueles aferrados a la mentira y al despropósito, se muestra en toda su vomitiva magnitud. Hay ruin alegría porque la gente en huida desesperada se sumerge en aguas putrefactas. Hay torva burla sobre la pureza del cuerpo desnudo al estar limpio de maldad, aun a sabiendas de que la ignorancia castrante jamás llegará a comprender que los denigrados por el recochineo no son los objetos de la bufonada sino los infelices iletrados que recurren a ella ante la orfandad de ideas que los aqueja. Hay indolentes llamados a la sangre mientras padres devastados claman al cielo al despedir a sus muchachos en el camposanto. Es la mala hora, el sol detenido ya casi por dos décadas, producto de la cicatera ambición caracterizada por el afán inútil de esconder el mañana.
Los tontos de capirote, aquellos que se engañan a sí mismos al creer que el poder es eterno e imperturbable y que el mantenerlo a troche y moche está exento de costos, deberían hacer el titánico (para ellos) esfuerzo de leer algo más que el índice o la contraportada de un libro, en vez de limitarse a repetir insulsas consignas de las cuales desconocen el contexto en que se produjeron y hasta el significado intrínseco de los vocablos contenidos. Así, quizás, podrían acercarse a la contundente comprensión de que hay aceras de la historia donde el desaliento no va a nacer: nada, absolutamente nada, quiebra la esperanza; nada, absolutamente nada, aplasta la libertad. Indefectiblemente, todo hoy dura hasta ese hoy.
Entretanto, hay una tarea inmediata por cumplir: cesar los llamados al despertar de la conciencia de ciertos personajes con triste brillo en los aciagos días que transcurren. Gritar en la infinita soledad del desierto no tiene sentido: no se le puede hacer corazón a quien nunca lo tuvo.
Historiador
Universidad Simón Bolívar
@luisbutto3