A veces, es necesario irse de definiciones. El problema estriba en que a algunos conceptos, si bien harto conocidos, de tanto trillarlos y manipular con y a partir de ellos, se les desdibuja la esencia y pierden toda eficacia. En el combate político, esto ocurre con recurrente frecuencia. Pongamos, por ejemplo, el caso del vocablo fascismo. Más allá del remoquete atribuido a determinado movimiento político, a más de medio siglo de la derrota en el terreno de los grandes fascismos europeos que condujeron a la Segunda Guerra Mundial, cabe la pena preguntarse qué indicadores han de tomarse en cuenta para identificar en nuestros días a una propuesta política como intrínsecamente fascista.
Lo primero, su postura frente a la democracia. Para los fascistas, el carácter representativo del sistema democrático es aborrecible, pues entienden que dicha representatividad, cuando no recae en ellos mismos, expresa la manipulación de la que es objeto el pueblo por parte de lo tildado como sectores oligárquicos. En tal sentido, cuando les resulta tácticamente necesario, apelan a todas las artimañas lingüísticas disponibles (en verdad, el discurso fascista es burdo por monótono y vacío) para desconocer la incontrovertible verdad de que el poder originario de la gente descansa en la posibilidad de que ésta manifieste su parecer a través de elecciones libres, competitivas, universales, secretas y directas. En contraposición, recurren a la artimaña de sectorizar la sociedad en estamentos cuya naturaleza se encargan de definir. En consecuencia, el poder o los poderes legislativos han de estar conformados por supuestas delegaciones «naturales». Ya no hay electores en términos generales sino «representantes» de gremios y/o corporaciones: estudiantes, transportistas, productores del campo, miembros de agrupaciones comunales, educadores, trabajadores de la salud y pare usted de contar. Los deliberantes en nombre de dichos grupos son los escogidos mediante la aplicación de bases comiciales establecidas caprichosamente por el poder constituido. Vale acotar: nunca en primer grado.
Lo anterior, se justifica argumentando que quien convoca pone las reglas del juego. Obviamente, el asunto trasciende tan rupestre y arbitraria imposición. La cuestión radica en que el credo fascista se alimenta del enanismo mental que supone la existencia de líderes predestinados revestidos de máximas atribuciones, al punto de considerar que a la rama ejecutiva del Estado deben someterse las demás instancias de la administración pública para cumplir, sin controversia ni dilación, los designios de aquél que es objeto del mentecato y adulador (defensa de intereses crematísticos, también puede llamarse) culto de la personalidad.
En correspondencia con las características descritas, el fascismo es represor, despiadado y cruel por antonomasia. Los consensos y disensos propios de la democracia le estorban pues constituyen frenos al establecimiento de las entelequias sin sentido sintetizadas en la utópica construcción del hombre nuevo. Por ello, el adoctrinamiento en todos los niveles educativos. Por ello, la propaganda amparada en la hegemonía comunicacional que con la excusa de informar sólo busca idiotizar. Por ello, la censura. Por ello, el adoctrinamiento desarrollado en todos los niveles educativos. Por ello, el pisoteo salvaje de los derechos civiles, políticos y sociales. Por ello, el castigo inclemente a las voces que con justeza reclaman libertad. Por ello, la maldad hecha gobierno. ¿Nos estamos entendiendo?
Así las cosas, necesario es concluir con dos interrogantes: ¿quiénes son los verdaderos fascistas de estos días? ¿Qué propuesta política contiene en sus tuétanos el peligroso germen fascista?
Historiador
Universidad Simón Bolívar
@luisbutto3