Durante décadas los cubanos fuimos bombardeados por la propaganda oficial con materiales sobre la supuesta genialidad de Fidel Castro. En esas apologías no solo era padre, sino también estratega, visionario, pedagogo, agricultor y ganadero, entre otras excelsas facetas. Sin embargo, aquel prototipo de patriarca, científico y mesías tenía algunas “patas cojas”.
Con el tiempo, muchos comprendimos que el Máximo Líder no era tan sobresaliente como nos querían hacer creer. En su contra tenía varios defectos capitales: carecía de toda capacidad para la autocrítica, jamás ejercitó el debate y no se le dieron bien la ironía ni el humor: los más difíciles y elevados escalones del intelecto humano.
Pese a todas las decisiones desacertadas que tomó, Castro murió sin decir “lo siento”, a contracorriente de aquello que dice “errar es humano pero rectificar es de sabios”. Mi generación esperó en vano su disculpa por los preuniversitarios en el campo, junto a otros tristes experimentos educativos, al igual que aguardó un mea culpa por las víctimas del Quinquenio Gris, la Unidades de Ayuda a la Producción (Umap) o las purgas estalinistas.
La controversia tampoco era el terreno del Comandante en Jefe. Rehuyó la diatriba y se apertrechó en datos escogidos que después volcó sobre los incautos periodistas extranjeros y las multitudes congregadas en la Plaza de la Revolución. Le gustaba que dijeran: “¡Qué hombre más informado!”, cuando en realidad solo era un gobernante con acceso a una información que no estaba permitida a sus ciudadanos.
Castro ahogó en largas horas de discursos lo que hubiera sido una sana plática política y una discusión constructiva para mejorar la nación. Debíamos adorarlo o aplaudirlo, nunca contradecirlo. Jamás cedió protagonismo, temeroso quizás de que nos diéramos cuenta de que “el rey está desnudo” o de que el guerrillero no tenía “la menor idea” de lo que hablaba.
Todas las veces que el fallecido líder se acercó a la polémica quedó mal parado. Cuando ejercitó ese egregio deporte que es la esgrima verbal, lo vencieron en el primer acto. Su manera de encajar aquellas derrotas era apabullando al otro con larguísimos discursos o consiguiendo adláteres que destruyeran la reputación del contrincante. Fue mediocre como gladiador de la palabra.
Los chistes tampoco fueron su fuerte. Aunque Castro fue blanco de miles de historias humorísticas no demostró en toda su vida tener dotes para las bromas. En un país donde la chanza está a flor de piel, aquel encorsetado personaje —vestido de verde olivo y con frases graves o admonitorias— destapó más de una burla.
La muerte ha remarcado aquella falta de carisma para la guasa. El hombre que en vida fue blanco de miles de bromas sobre su fallecimiento y su presunta llegada al infierno lleva más de medio año muerto sin que el humor popular se digne a mencionarlo. Ni siquiera Pepito, el eterno niño de nuestros cuentos, ha querido “retratarse” con el difunto.
Triste la suerte de aquellos a quienes no se recuerda en una broma. Pobre de quien nunca dijo “me equivoqué”, jamás conoció el gozo de batirse con argumentos ante un adversario y ni siquiera logró paladear la gracia del humor.
Publicado originalmente en 14yMedio