“Fue un resultado tan grande, tan sorprendente”, dijo Tibisay Lucena, jefe de la autoridad electoral de Venezuela, el 30 de julio. Anunció que 8 millones de personas votaron en una elección para una nueva y poderosa asamblea constituyente ideada por el presidente Nicolás Maduro.
Por columna Bello en The Economist | Traducción libre del inglés por lapatilla.com
De hecho, no fue sorprendente y probablemente no fue grande. Hace quince días la oposición había conseguido más de 7 millones de votos para rechazar la nueva asamblea en un plebiscito no oficial. Por lo tanto, era predecible que el régimen de Maduro reclamaría una mayor participación. No importa que el propio recuento de la autoridad electoral – filtrado a Reuters – demostrara que sólo 3,7 millones habían votado poco antes que las urnas cerraran. Muchos que votaron dijeron que lo hicieron sólo porque temían perder empleos del gobierno o raciones de alimentos. La firma que maneja el sistema de votación electrónica dijo que ésta había sido “alterada”
La inflación de los votos en esta desvergonzada escala es “no tiene precedentes” en América Latina, según Carlos Malamud, historiador del Instituto Elcano, un think-tank de Madrid. Para los de afuera, la región puede parecer sinónimo de fraude electoral. Pero no ha sido el caso desde el retorno de la democracia en los años ochenta. Las elecciones recientes han sido generalmente libres y justas, organizadas por autoridades electorales independientes y vigiladas por observadores calificados.
En los casos en que se han producido denuncias de fraude, éstas han sido principalmente de pequeña escala, aunque eso puede haber sido suficiente para influir en los resultados. La oposición de Ecuador reclamó en una elección presidencial en abril de este año en la que Lenín Moreno, el candidato del gobierno, ganó apenas por dos puntos porcentuales. En Argentina, la victoria de Mauricio Macri en 2015 pudo haber sido más amplia que el margen oficial de tres puntos. Pero en ninguno de los casos pudo ser probado. La oposición denunció como fraudulenta la victoria de Maduro en Venezuela en 2013, con 7,6 millones de votos y un margen de 1,5 puntos porcentuales. Él rechazó los llamados para una investigación.
Desde entonces, el Sr. Maduro ha perdido su mayoría. La oposición obtuvo 7,7 millones de votos en una elección parlamentaria en 2015, versus los 5,6 millones del partido gobernante. La economía venezolana sigue deteriorándose. Una sección del movimiento chavista dirigente se opone a la asamblea constituyente. Para ocultar el rechazo popular, parece haber revivido y ampliado una tradición difunta en América Latina: la elección artificial.
La región se destaca en el mundo en desarrollo (y en gran parte de Europa) por su larga historia de constitucionalismo -los países hispanoamericanos lograron la independencia al rebelarse contra el absolutismo borbónico. Las elecciones eran la norma desde finales del siglo XIX (aunque normalmente con sufragio restringido). El fraude electoral era el medio tradicional de control político. En ella figuran urnas llenas, votación de muertos y compra de votos, señala el Sr. Malamud.
Tales métodos no eran suficientes para ciertos dictadores. Varios, como Porfirio Díaz en México y Jorge Ubico en Guatemala, recurrieron a elecciones por votación aclamatoria, sin oposición. En la República Dominicana, Rafael Leónidas Trujillo, un brutal megalómano, arregló las cosas para asegurarse entre el 90% y el 100% de los votos. Tal vez ofrezca el paralelo electoral más cercano al Sr. Maduro: después de que sólo el 55% de los votantes participó en su primera elección en 1930, en las ocasiones posteriores infló la participación.
Aunque el régimen venezolano afirma ser socialista, sus prácticas son similares a las de los dictadores de la vieja escuela. Su regla incluía el patrimonialismo (captura de recursos públicos por el clan del gobernante) y el nepotismo. También lo hace el señor Maduro: su régimen está lleno de familiares de sus dirigentes.
La Venezuela de Maduro tiene un socio en revivir los viejos hábitos. En una elección el año pasado en Nicaragua, Daniel Ortega consiguió un tercer término en parte al prohibir a la principal oposición. Ese fue un recurso usado contra los partidos popularess por gobiernos respaldados por el ejército en el Perú en las décadas de 1940 y 1950 y en Argentina entre 1955 y 1973. Puede ser lo que el señor Maduro tiene en mente para la oposición de Venezuela.
Sería sabio estudiar la historia política de su país. El general Marcos Pérez Jiménez fue proclamado presidente en 1952 por una asamblea constituyente. Cinco años más tarde, para asegurar un segundo mandato (inconstitucional), organizó un plebiscito. La autoridad electoral domada declaró que su plan tenía el respaldo de 2,4 millones de votantes, con sólo 364.000 en contra. Como ahora, la oposición no reconoció el ejercicio y organizó protestas. Un mes después de la votación, Pérez Jiménez fue derrocado en un levantamiento civil-militar.
El régimen de Maduro pudiera ser más resistente. Pero pocos en Venezuela o en el mundo exterior son engañados por su voto de fantasía. Una asamblea constituyente destinada a legitimar su supresión de la oposición ha desacreditado aún más un régimen que ahora es una dictadura abierta de unos pocos.