La policía y los manifestantes se enfrentaban con letreros y puños afuera de las ventanas de uno de los 50 mejores restaurantes de América Latina.
Desde adentro, su dueño, Carlos García miraba cómo pasaba todo, como llevaba haciendo desde hacía años.
No se pueden ignorar semejantes incidentes cuando el exclusivo restaurante Alto, uno de los más renombrados del mundo, queda a solo dos cuadras del mismo centro de las demostraciones en Caracas, donde el gobierno violentamente reprime las protestas de los ciudadanos.
Tampoco cuando su trabajo consiste en alimentar a la población y la escasez de comida empuja a la gente a las calles, o algo aun peor: a irse del país. No se puede ignorar cuando le ocurre a sus cocineros, sus meseras, a sus amigos. Y no se puede ignorar cuando le sucede a uno mismo.
“La situación es incluso peor de lo que uno lee en la prensa y ve en la televisión”, dijo García. “La palabra ‘dictadura’ lo dice todo”.
En la actualidad, el mejor chef de Venezuela está en Miami, y habla con la prensa lleno de polvo y sudor. El ruido de sierras y taladros llenaba todo el lugar hace poco mientras García, de 44 años, supervisaba las labores del que sería su segundo restaurante, Obra, ubicado en el área de Brickell. Es su primer restaurante en Estados Unidos, donde hace poco estableció su residencia. Dentro de poco, su esposa e hija, que llevan tres meses viviendo en Panamá, se reunirán con él en el apartamento en que vive.
García todavía es dueño y administra Alto, considerado el número 32 del continente por la Academia de los 50 Mejores Restaurantes del Mundo (The World’s 50 Best Restaurants Academy). García viaja con frecuencia a Caracas para supervisar a sus empleados, muchos de los cuales continúan siendo los mismos desde que inauguró el negocio en su ciudad natal en el 2007.
Sin embargo, en estos momentos su realidad –al igual que ocurre con muchos venezolanos que han debido escapar a Miami– es una vida de lealtades divididas. “Tengo una mano aquí y otra en Venezuela, pero los dos pies están actualmente aquí”, dijo García.
La partida de García sucedió de forma gradual, como el cambio de Venezuela de un gobernante con mano dura, Hugo Chávez, a otro caudillo igualmente inflexible, Nicolás Maduro, cuyos cambios en la Constitutción amenazan con imponer en el país una dictadura totalitaria.
En el 2013, después de la muerte de Chávez debido al cáncer, los productos importados comenzaron a escasear enormemente, dijo García. Todavía se podía conseguir aceite de oliva, azúcar, harina, pero los precios subían desmesuradamente. En ocasiones, las pescaderías estaban inexplicablemente sin inventario. Su restaurante tenía principalmente una influencia mediterránea y catalana, ya que tuvo su experiencia en Barcelona, trabajando junto a gigantes de la industria en el restaurante de tres estrellas El Bulli, en cierta época calificado como el mejor restaurante del mundo.
García comenzó a hacer negocios con comerciantes de la zona, pescadores independientes que pasaban trabajo para ganarse el pan. Eliminó del menú todo lo que tuviera que ver con productos lácteos, ya que a veces se pasaba semanas sin poder comprar leche. En la actualidad, su fuente principal para abastecer el restaurante es una mujer con un huerto lleno de vegetales que queda a dos cuadras del restaurante.
En lugar de seguir con su delicada cocina europea, el restaurante empezó a cocinar platillos locales.
“La grave crisis sacó lo mejor de nosotros”, dijo. “Lo vimos como una oportunidad de crecer y cambiar”.
La economía, sin embargo, y el control que cada vez más tiene el gobierno sobre la población, continuó empeorando la situación. A medida que las protestas estallaban en la capital, la respuesta del regimen madurista se volvía más violenta. El mes pasado se cumplieron en toda Venezuela los 100 días de protestas en tanto el gobierno busca enmendar la Constitución para darle a Maduro más poder y menos al pueblo. García comprendió la decisión de varios de sus empleados que primero se fueron del restaurante, y luego se marcharon del país.
El negocio disminuyó en un 45%. Tuvo que sacar dinero de su propio bolsillo para poder pagar la nómina.
“Las calles que antes estaban repletas de gente, estaban vacías”, dijo. “A veces, uno no veía un carro en 20 minutos. Caracas se volvió un pueblo fantasma”.
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