Hay múltiples maneras de ser infeliz. Una de ellas viene dada por la brecha que en algún momento se descubre jamás se cerró entre el (los) objetivo(s) que se esperaba(n) alcanzar en el tránsito vital y las realizaciones concretadas luego de años de andar. Para quien llegó a reconocerse, proclamarse y/o preciarse de servidor público para, desde las instancias de gobierno que tuviese bajo su control o responsabilidad, mejorar las condiciones de vida de aquellos sobre los cuales ejerce su mandato o de los cuales asumió la representación otorgada, nada debería ser motivo de mayor frustración que el percatarse que las acciones ejecutadas, en vez de incrementar el bienestar anhelado, sólo se tradujeron en desmejora patética, cruel, dramática, de la situación de quienes confiaron experimentarían progreso como resultado de las políticas públicas desarrolladas. Claro está, para reconocer el fracaso en lo así obtenido, es imprescindible que los responsables cuenten con la suficiente cuota de humildad, ésa que la soberbia, adquirida en el ejercicio del poder, se encarga de borrar de cuajo.
Publicaciones científicas recuerdan que, en la década de los 30 del siglo pasado, las carencias del venezolano promedio en el consumo de proteínas animales, calcio, vitaminas A1, B1, C y complejo B2 eran abismales. De las 4.000 calorías gastadas diariamente por un trabajador en la materialización de su jornada laboral, con la escasa alimentación que podía procurarse, apenas lograba reponer un máximo de 2.400. Hoy día, nuevas investigaciones científicas, verbigracia la Encuesta Nacional de Condiciones de Vida Venezuela 2016, alertan que aproximadamente 9,6 millones de venezolanos ingieren dos o menos comidas al día; que 93,3% de los hogares venezolanos experimenta inseguridad alimentaria (los ingresos no alcanzan para cubrir la alimentación requerida) y 74,3% de las personas en ese trabajo encuestadas manifestaron haber perdido peso de manera no controlada; concretamente 8,7 kilogramos en promedio.
En otra área, la comparación con lo ocurrido en la década de los 30 de la centuria anterior, deviene también insoslayable. En esa época, desde el Ministerio de Sanidad y Asistencia Social, se pusieron en práctica buena parte de las recomendaciones hechas en la Conferencia de Directores de Salud Pública realizada en la capital estadounidense en 1936. Consecuencia inmediata y por demás positiva de acciones como la señalada, a finales de los años cuarenta, los casos de malaria se redujeron a 5.000 por año, cuando 10 años atrás dicha enfermedad acosaba a un millón de personas, de los escasos tres millones que poblaban el territorio nacional. En 2016, cifras oficiales (Boletín Epidemiológico) contabilizaron algo más de 240 mil casos de infectados de esa enfermedad que, como se ve, prácticamente se había erradicado hace 60 años, con los recursos presupuestarios y los avances científicos del momento. De cara a tan estremecedor contraste todo comentario sobra. La fiebre habla por sí misma.
Contradicción evidente, los retrocesos en la historia pueden ocurrir. Hoy, como a campesinos del Medioevo, se nos recomienda salir a la captura de conejos.
Historiador
Universidad Simón Bolívar
@luisbutto3