Recuerdo de buen grado a aquel conejito travieso, de orejas esbeltas y dientes irredimibles, con posturas poco comunes para un animalito salvaje. Se convirtió en una mascota apacible en los años remotos de mis primeras experiencias profesionales. Se confeccionaba su propia sabiduría de supervivencia. Esperaba con una paciencia memorable para que saliera del baño, para él entrar a hacer sus necesidades en un sumidero con una pulcritud tan sorprendente, que a veces pensaba si era un ser humano camuflado de roedor.
Precisamente, por sus costumbres poco comunes, su vida se diluyó por un error de la naturaleza. En vez de asumir el consumo rutinario de zanahorias y vegetales diversos, se tragó con desespero, platos inmensos de comida para perros. Al menor descuido, el alimento inusual le generó un crecimiento desmedido de sus dientes, provocando un encorvamiento que terminó casi por ahogarlo y, con una depresión digna para un estudio psicológico, decidió suicidarse sin lograr disuadirlo de tal determinación.
Ahora este Gobierno —que siempre nos regala sus desagradables ingeniosidades—, pretende que me coma mis recuerdos. Simplemente sus planes de ilusión se erigen como un circo en el que prevalecen animales, acrobacias y tensiones, pero arriesgando en este caso, la vida de los espectadores.
La medida denominada “Plan Conejo”, que generó la hilaridad mundial y una tempestad de comentarios estrepitosos de los venezolanos, tiene la ligereza de proponerse como una respuesta al combate del hambre y a la falta de proteínas en la dieta diaria de nuestro país.
Pero el mismo ministro de Agricultura Urbana —cuya despiadada denominación siempre ha parecido una desfachatez, como la ocurrencia anterior de los gallineros verticales en edificios—, en su inicial intento por cambiar la cultura en los hogares venezolanos, pudo comprobar al entregar en 15 comunidades el primer lote de estos animales para su reproducción, que ya los conejillos tenían lacitos y andaban contorneándose como las mascotas más risueñas del núcleo familiar.
Reconozco que el conejo es un alimento común en muchas naciones del mundo, con una elevada degustación de catálogo y menús de gran valor. Pero probablemente en nuestra peculiar mentalidad de comedores de pollos y carnes de res, no está el descuartizar a unos animalitos tan cándidos y diáfanos como estos saltarines de oficio.
Entretanto, me veré llenado en el futuro, una planilla complicada para contratar a Élmer “El Gruñón”, cuya valerosa actitud se ha sobrepuesto a la derrota, cuando siempre falla en la captura del conejo de la suerte.
Frente a esta propuesta gubernamental, he experimentado soporíferas pesadillas, en las cuales estoy a punto de degustar un suculento estofado y, cuando muerdo con ansiedad el primer bocado, descubro que es un engaño de hule marca Acme, mientras medio centenar de personajes de historietas cómicas se ríen de mí, comenzando por Roger Rabbit y el descabellado Bugs Bunny.
La nueva iniciativa gastronómica de este insufrible gobierno, echa de nuevo al traste con los platos tradicionales y la necesidad particular del venezolano de comer lo que se le antoje.
Seguramente deberemos asirnos a un fierro antiguo como escopeta, poner en el cinto las municiones y andar a hurtadillas por los escondrijos de nuestra imaginación, proclamando una frase de desvelo: “¡Silencio! Estoy cazando un rico conejo…”.
MgS. José Luis Zambrano Padauy
Director de la Biblioteca Virtual de Maracaibo “Randa Richani”
@Joseluis5571