La fortaleza institucional de una sociedad se mide en la capacidad que tiene el Estado de Derecho de imponer los procedimientos y reglas, constitucionalmente erigidas, para moldear el comportamiento y asegurar la convivencia pacífica en la comunidad política. Así como también en la durabilidad de las estructuras encargadas de asegurar el gobierno democrático, que no sólo implica permanencia en el tiempo, sino también la capacidad de maniobra de esas instituciones frente a la emergencia de modificaciones en las condiciones políticas fundamentales que suponga un cambio político abrupto, y conlleven a una nueva distribución del poder.
De modo que la debilidad institucional en una sociedad vendrá determinada por la incapacidad que tenga ese Estado de Derecho para imponer su autoridad, en parte como resultado de la actuación de actores políticos fundamentales que haciendo un uso extralimitado de sus funciones jurisdiccionales no tienen la intención de hacer cumplir las reglas y los procedimientos legalmente instituidos, y se manejan en una dimensión doble: entre los objetivos declarados en forma pública y los objetivos reales que verdaderamente persiguen: hacerse del poder.
En este sentido, esta clase de actores tratarán de implantar en la cultura política antivalores que asuman la transgresión de la norma como una excusa para garantizar la eficiencia; cuando en los términos democráticos ello se traduce en una clara violación al ordenamiento constitucional, que fomenta el abuso de la autoridad, limita la pluralidad y el equilibrio del poder.
En Venezuela la institucionalidad decae. El Gobierno de Nicolás Maduro ha implantado una forma de concebir la democracia completamente ajena a nuestra tradición histórica. Hemos sido testigos de una paulatina recesión institucional donde una clase política gobernante hace de la idea de democracia un objeto maleable.
Así, controlar el sistema judicial para legalizar todas sus acciones, intervenir el Poder Ciudadano para cohonestar los crímenes, y suprimir al máximo las competencias del Parlamento, se han convertido en los objetivos reales de este Gobierno, que en su intento de hacer de la institucionalidad algo movedizo tiene la pretensión de convertir a la democracia en un objeto portátil, a conveniencia; de ahí que en las vísperas de unas elecciones cruciales intente proyectar una falsa imagen de fortaleza y cohesión interna, cuando se sabe derrotado, y en su punto de mayor desprestigio nacional e internacional.
Esta forma de concebir la democracia se fortalece, sobre todo, en sociedades institucionalmente frágiles, con organizaciones con fines políticos endebles y bajo un clima de apatía y desencanto. Es una forma del ejercicio del poder caracterizada por la evasión y eliminación de todo mecanismo que implique la rendición de cuentas.
En la errada concepción política del Gobierno la estructura institucional es considerada un obstáculo. Y también la forma cómo se concibe y se manejan los recursos, demuestra el salto a las disposiciones legales, que en un sistema verdaderamente democrático permitirían asegurar la inspección y la transparencia en los procesos financieros generales.
El efecto más grave que esta forma de concebir el ejercicio del poder tiene en la sociedad venezolana se proyecta de manera negativa, en el entramado legal que debería orientar la dinámica estatal. Pero que muestra la falta de independencia judicial, equilibrio en la distribución equitativa de poder entre los actores que participan en la dinámica habitual del sistema político, y el irrespeto a la disidencia política como expresión de la pluralidad en democracia; esto más bien se concibe en los términos de la revolución como una severa dificultad, cuando lo importante es asegurar la evasión de la responsabilidad política y el escape a los controles ciudadanos.
Justamente, la concentración del poder en la esfera presidencial se muestra como un indicio de nuestra debilidad institucional. Cuando los controles pasan a ser suprimidos por maniobras políticas como resultado del quebrantamiento de los patrones de conducta legalmente instaurados, entonces es mayor la probabilidad del desarrollo de gobiernos de corte autoritarios, sin la posibilidad de ser impedidos en sus acciones.
Hablamos de una práctica política donde quienes nos gobiernan creen arrogarse el derecho y la obligación de escoger aquello que consideran es lo mejor para el país, sujetos sólo a sus intereses mezquinos y sin tomar en cuenta lo que en realidad desean quienes inicialmente los eligieron. En este sentido, todo tipo de control institucional es una amenaza; de ahí el interés por cooptar, suprimir y la necesidad de subordinar.
Sólo la movilización política ciudadana puede transformar este sombrío panorama en una oportunidad para manifestar la titularidad del ejercicio de la soberanía. Sólo la conciencia democrática puede enfrentar a ese monstruo político, y revertir los efectos perjudiciales que ha pretendido infundir en nuestra sociedad. La lucha electoral es una de las maneras para demostrarla. Es momento de dejar atrás nuestras diferencias y asumir nuestro compromiso con Venezuela.