A pesar de la catástrofe económica y humanitaria que azota a Venezuela, el chavismo no se piensa en retirada. Todo lo contrario. Envalentonado por los resultados de las elecciones de gobernadores y las profundas divisiones de la oposición, pondera ahora un escenario que hasta hace poco era impensable: su reelección en 2018. Ese es, para el gobierno, el fin último del diálogo que se prevé arranque este 1 de diciembre en República Dominicana.
La oposición no ha salido bien librada en ninguno de los diálogos anteriores, simulacros montados por el gobierno para administrar sus crisis políticas. Al contrario, solo han operado como una suerte de trituradora de esperanzas y de liderazgos opositores. Y, no obstante, sin la posibilidad de elecciones libres y justas, con el poder militar consolidado alrededor del régimen, cuesta pensar en una salida política que no pase por una negociación.
En negociaciones de esta naturaleza con frecuencia ocurren arreglos previos que estructuran el proceso para darle ventaja a alguno de los participantes. En este caso no está del todo claro a quién le urge más el diálogo, quién lo convoca ni quién debe hacer la primera propuesta, pero la oposición no comenzó el juego previo con buen pie.
Primero, por el lugar: las reuniones se celebrarán en República Dominicana, bastión firme de Chávez y Maduro durante estas dos décadas. Segundo: el gobierno acude al diálogo con su brigada de choque, mientras el equipo opositor se ha conformado en condiciones muy precarias. Algunos de los líderes opositores más representativos están ausentes, pues se encuentran presos, inhabilitados políticamente, asilados en embajadas tras la violación de su inmunidad parlamentaria o en el exilio. Los que estarán en Santo Domingo bien podrían ser los próximos, por lo que acuden al diálogo corriendo un enorme riesgo personal.
Según lo ha proclamado, la oposición mantendrá las cuatro peticiones que ha venido haciendo hasta ahora: uno, la apertura de un canal humanitario para atender la emergencia; dos, la restitución plena de las funciones de la Asamblea Nacional; tres, la libertad de todos los presos políticos y el levantamiento de las inhabilitaciones; y cuatro, la convocatoria a elecciones libres y transparentes, realizadas bajo las garantías más amplias de observación internacional. Las tres últimas están contempladas en la Constitución de 1999 y representan condiciones mínimas para abrir la posibilidad de una transición política y que el país arranque de nuevo.
Debe además hacer una consideración adicional: si de verdad cree en la posibilidad de llegar a ser gobierno, no debería autorizar emisiones de deuda a mediano plazo en condiciones de usura. Y es que, aún con la aprobación de la Asamblea Nacional, es difícil pensar que alguien vaya a prestarle a Venezuela a menos del 48 por ciento en dólares que le exigió Goldman Sachs en mayo de este año.
La reunión de República Dominicana coincide con una de las horas más aciagas de la oposición. Por un lado, viene de perder las elecciones de gobernadores, una derrota abrumadora y desconcertante cuyas causas aún no han sido procesadas ni comunicadas con claridad. Este fracaso la ha partido en tres pedazos: quienes están dispuestos a convivir con el régimen a cambio de ciertas parcelas de poder regional, los que aún creen en una salida electoral negociada y aquellos que no creen en negociaciones ni elecciones en las condiciones actuales. He ahí uno de los principales dilemas del diálogo.
Dado que es probable que el proceso se extienda varias reuniones, la oposición debería pensar en concesiones mínimas necesarias para mantenerse en la mesa. Estas concesiones deben ir más allá de la apertura del canal humanitario, y servir como señales del compromiso del gobierno con el proceso de diálogo: Restituir la inmunidad parlamentaria, eliminar las inhabilitaciones políticas, detener la persecución contra los alcaldes opositores o restituirle algunas funciones claves a la Asamblea Nacional. El nudo del problema está precisamente en que el conjunto de condiciones atenta contra el objetivo único del chavismo –perpetuarse en el poder– y las contrapropuestas más previsibles podrían ser aceptables para algunos sectores opositores y no para otros.
La mejor alternativa de la oposición a un acuerdo negociado en forma tan desventajosa sería levantarse de la mesa con la legitimidad que le otorgue el haber exigido las condiciones mínimas necesarias para poder efectivamente darle un vuelco al país y su angustiosa situación económica. Sin embargo, el fracaso del diálogo la encerraría en un callejón sin salida y sin una ruta clara de acceso al poder, amenazada, perseguida y acosada como nunca antes. Se vería obligada a revisar su composición y sus mecanismos de lucha, pues el chavismo se ha llevado la batalla a un terreno en donde las capacidades políticas –persuadir, convencer, organizar, ganar elecciones– son inservibles.
Aunque cuenta con la ventaja de negociar desde el poder y viene de dominar las protestas de los seis primeros meses del año, el gobierno de Nicolás Maduro acude al diálogo asfixiado económicamente, agobiado por el peso de la deuda, incapaz de producir los bienes que ya no tiene cómo importar, con la producción petrolera en caída libre y la guillotina del impago suspendida sobre su cabeza.
En esa circunstancia, no tiene en la mira reformar las políticas que trajeron esta ruina, sino el levantamiento de las sanciones que pesan sobre el país y varios de los representantes más conspicuos del oficialismo. En particular, las sanciones impuestas por los Estados Unidos impiden el refinanciamiento o reestructuración de la deuda, si no viene aprobada por la Asamblea Nacional. Siendo así, el objetivo del gobierno parece claro: contar con el apoyo de la oposición en la Asamblea Nacional para levantar las sanciones que pesan sobre la República, y, en alguna medida, aplacar las sanciones individuales. Para ello, el gobierno estaría dispuesto a hacer algunas concesiones, siempre y cuando no amenacen su permanencia en el poder.
El fracaso del diálogo le impediría al gobierno refinanciar la deuda y lo pondría una vez más en la posición de tener que elegir entre dos males mayores: el default o seguir recortando importaciones. También se arriesgaría a ver aún más afectada la capacidad operativa de la industria petrolera, ya sea por la posibilidad de sanciones o por las posibles pérdidas de activos internacionales, refinerías y tanqueros a manos de los acreedores.
Internamente, está pasando por un momento difícil, según se infiere de las críticas de voceros importantes como el exvicepresidente José Vicente Rangel, así como de la detención de seis directivos de Citgo (filial de Petróleos de Venezuela en Estados Unidos) y el nombramiento de un general de la Guardia Nacional como presidente de PDVSA. Pero es aún temprano para saber si esta última movida representa una división o más bien una consolidación. Con todo, el gobierno podría repetir el artilugio electoral de las elecciones de gobernadores y reelegirse por otros seis años –sea Nicolás Maduro u otro– e inclusive pactar con un sector de la oposición para que presente un candidato aceptable.
Está claro que con el fracaso del diálogo pierden ambas partes. La clave está en quiénes pierden más que otros. Una suerte de carrera hacia el abismo, otra versión del “escoge tu veneno” que el chavismo le ha venido ofreciendo no sólo a la oposición, sino también a los venezolanos, durante veinte años.
Miguel Ángel Santos es economista e investigador principal del Centro para el Desarrollo de la Universidad de Harvard.