“Madre si me matan, que no venga
el hombre de las sillas negras”.
Andrés Eloy Blanco
Fui a la concentración de aquél 12 de febrero –hace cuatro años- y luego a la marcha hasta la sede del Ministerio Público, hoy más privado que nunca antes, en cuya cabeza estaba la misma “fiscala” de la primera “ley sapo”, los “cadáveres muertos” y que entonces ignoraba la existencia de empresas de maletín. Solo por citar esas menudencias del amplio prontuario que dejo en su pasantía por la Fiscalía General de la República.
En sus manos estaba impedir que los hechos trascendieran, pues bien podía recibir a los manifestantes –jóvenes estudiantes en su mayoría- oír sus planteamientos, y así evitar esa otra masacre.
No fuimos a tumbar gobiernos ni intentamos dar golpes de ningún tipo y mucho menos portábamos armas distintas a los derechos que nos reconoce el ordenamiento jurídico, ese día contenidos en una gorra, un par de carteles y alguna que otra consigna libertaria voceada a puro pulmón.
La marcha fue pacífica hasta la sede convenida, es decir, durante todo el recorrido, así lo afirmo con plena convicción y responsabilidad. De allí la pregunta: ¿a quién convenía teñir de sangre ese evento? ¿Quién mató a los estudiantes? ¿Por qué se hallaba allí un miembro (o más) de un colectivo?
Hay miles de testimonios de los asesinatos de los estudiantes. Y llamá la atención y con sospechas, que no hay ninguno sobre las circunstancias de tiempo, modo y lugar de la muerte del “tupamaro”.
Balas nada perdidas que encontraron en mala hora a la noble juventud.
Dijo bien entonces mi apreciado amigo, el historiador Elías Pino Iturrieta, “la marcha no se realizó para derrocar al gobierno, sino para pedir la libertad de estudiantes presos. Lo demás es embuste”.
¿Me habré topado con ellos ese día, los habré saludado dentro de tanta cordialidad? QEPD los caídos a manos de los llamados “Colectivos” que no son otra cosa que asociaciones para delinquir, clanes de la muerte, grupetes hamponiles que actúan bajo la protección del desgobierno que manda y que en ellos ve una base de sustento de su macabro proyecto, con pretensiones de eternizarse en el poder.
No queda duda, aunque hayan querido suprimir la muerte de aquel macabro eslogan, el mismo sigue vigente: muerte, patria, socialismo y muerte, eso es.
¡Qué manera de la barbarie de mudarlos a la otra vida! precisamente ese día de la juventud, cuando los jóvenes estudiantes celebraban una jornada pacífica, legítima y en orden.
Mientras esto ocurría, en la derrota –perdón- en La Victoria se daba el desfile cínico militar, con musiquita paga que sonaba y se arrastraba.
Porque no falta en torno al poder de turno, jalabolas y aduladores sempiternos, cuyas huellas dactilares han dejado y dejarán siempre marcadas –inequívocamente- en los cataplines de los mandones.
En las cortes de los sátrapas brillan lúgubres payasos capaces de componer poemas y manejar palabras; jalar infinitamente y dirigir orquestas en templetes, dando cabida a toda clase de ritmos.
Vergüenza da el servilismo de artistas e intelectuales que se venden a la satrapía por un plato de lentejas. Ni los más torvos déspotas ignoran cuánto puede hacer una dádiva, una canonjía para que artistas se acerquen a sus cortes.
Al artista hay que pagarle; pero cuando se trueca la conciencia y la dignidad por monedas, la vergüenza es propia y ajena.
Entonces, como hoy, el estado de mi cédula se hizo más civil, y con mi vida libre de procesos criminales y de estafas al fisco, podré seguir viendo de frente a los ojos de mis hijos.
Jesús Peñalver