Poco después del amanecer, decenas de venezolanos se reunieron en la oscura estación de autobuses de Caracas. Cada uno llevaba una maleta grande, mantas, papel higiénico, pan y botellas con agua.
Por Alexandra Ulmer/Fotos Carlos Garcia Rawlins /Reuters
Esposas llorando, niños confundidos y padres ancianos los abrazaban una y otra vez hasta que llegó el momento de revisar los boletos y pesar los equipajes, y luego se quedaron horas esperando que el autobús partiera. Cuando se puso en marcha, los pasajeros miraron a sus seres queridos, golpeando las ventanas y lanzando besos, mientras salían de la deteriorada capital.
A bordo del autobús, el desarrollador web Tony Alonzo dijo que había vendido su guitarra de la adolescencia para ayudar a pagar su boleto a Chile. Durante meses se fue a la cama con hambre para que su hermano de 5 años pudiera cenar algo.
Otra pasajera, Natacha Rodríguez, operadora de maquinaria, fue asaltada a punta de pistola tres veces el año pasado. También iba a Chile con la esperanza de darle una vida mejor a su hijo, amante del béisbol.
Roger Chirinos, sentado en el autobús, dejó atrás a su esposa y dos hijos pequeños para buscar trabajo en Ecuador. Su compañía de publicidad llegó a un final particularmente amargo: manifestantes derribaron sus vallas publicitarias para usarlas como barricadas durante las violentas protestas contra el presidente Nicolás Maduro.
El autobús de Alonzo, Rodríguez y Chirinos, entre otros, cuenta la historia de una nación que alguna vez fue rica pero ahora va en picada y empuja a cientos de personas a huir a diario de una tierra donde el miedo y la necesidad se volvieron algo cotidiano.
Cuando despuntan los primeros rayos de sol sobre Caracas, ya hay personas hambrientas hurgando la basura y niños mendigando frente a las panaderías. Al anochecer, muchos venezolanos se encierran en sus casas para evitar asaltos y secuestros. En un país con las mayores reservas probadas de crudo del mundo, familias cocinan con leña porque no pueden conseguir gas.
Los hospitales carecen de suministros tan básicos como desinfectantes. La comida es tan escasa y costosa que el venezolano promedio perdió unos 11,4 kilos en el 2017.
“Yo siento que es un mal irreversible en Venezuela”, dijo Chirinos.
Muchos culpan del precipitoso declive del país al gobierno del presidente Maduro, quien ha consolidado su poder mientras se aferra a políticas estatistas que han estrangulado la economía. Su gobierno dice que enfrenta una conspiración, encabezada por Estados Unidos para sabotear a la izquierda en América Latina, al acaparar productos y avivar la inflación.
Más pobres cada día, cientos de miles de venezolanos han llegado a la conclusión de que dejar el país es su única opción.
Con la moneda muy devaluada y los viajes aéreos al alcance sólo de la elite, los autobuses se han convertido en caravanas de miseria, rodando día y noche hacia las fronteras de Venezuela y volviendo casi siempre vacíos para repetir el largo viaje.
Los 37 pasajeros que se marcharon ese día lo habían empeñado todo, desde motocicletas y televisores hasta alianzas de boda, para pagar por su viaje. La mayoría nunca había estado fuera de Venezuela antes.
Durante nueve días, una reportera y un fotógrafo de Reuters acompañaron a los emigrantes en su camino a lo que esperaban fueran mejores días en Ecuador, Perú, Chile y Argentina.
Durante casi 8.000 kilómetros, el autobús recorrió algunos de los paisajes más espectaculares de América del Sur, incluida la escarpada cordillera de los Andes y el desierto más seco del mundo, en Chile.
Aunque los emigrantes estaban impresionados por la vista que pasaba por sus ventanas, sus mentes estaban en la tierra que dejaron atrás y en la incertidumbre que les esperaba en sus destinos.
De Caracas a Concón
Un pesado silencio cayó sobre el autobús al dejar la terminal de Rutas de América. Taciturnos, los pasajeros mandaban mensajes de texto a sus familias o miraban por la ventana mientras el vehículo pasaba cerca de árboles de mango, fábricas cerradas y murales desmoronados del difunto líder Hugo Chávez.
Natacha Rodríguez, la operadora de maquinaria, había estado corriendo con la adrenalina al máximo para empacar, vender su televisor y su lavadora, y soportó largas filas para poner en orden sus documentos. Ahora, en este día de noviembre, estaba al borde del agotamiento e intentaba acomodarse en su asiento.
Esta madre soltera de 29 años, viajaba con su hijo de 12 años, David, su hermana Alejandra y un amigo de la familia, Adrián Naveda, a lo que ella cree será una vida tranquila. El grupo se dirigía a Concón, Chile, un balneario donde los expatriados venezolanos les aseguraron que había mucho trabajo.
Rodríguez dijo que tenía esperanzas de que la juventud de Venezuela pudiera provocar un cambio. Al igual que muchos de sus compatriotas, salió a las calles para protestar contra Maduro el año pasado, solo para quedar desconsolada cuando el mandatario consolidó su autoridad.
El miedo se sumó a la desesperanza de Rodríguez: su historia de tres robos a mano armada es familiar en un país plagado por las drogas y las pandillas. Con la inflación consumiendo rápidamente su salario, la ya menuda Rodríguez perdió casi seis kilos por dejar de consumir frutas y bebidas gaseosas para que su hijo David no pasara hambre. Sabía que tenía que actuar.
“Tú te acuestas y estás pensando en que vas a comer al otro día”, dijo Rodríguez. “Yo no me quería ir, pero la situación me obliga”.
Nunca había salido del país, y apenas estaba asimilando la enormidad de lo que intentaba hacer. En los días siguientes visitaría cuatro nuevos países, cruzaría la línea del Ecuador y vería el Océano Pacífico por primera vez. Pero no podía dejar de pensar en lo lejos que había viajado de su amado hogar.
“Luchando con la corriente en contra”
Los venezolanos eligieron a Chávez en 1998 con el mandato de luchar contra la desigualdad. Un carismático ex teniente coronel, Chávez transformó el país durante sus 14 años en el poder, transfiriendo millonarios ingresos del petróleo a populares programas de subsidios sociales.
Pero también nacionalizó grandes áreas de la economía e instauró estrictos controles monetarios, una intromisión estatal que los economistas dicen es la raíz de la crisis actual.
Alguna vez un imán para los inmigrantes europeos y del Medio Oriente durante el auge petrolero de la década de 1970, Venezuela ahora exporta a su gente además de petróleo.
Asustados por Chávez, una primera ola de ingenieros, doctores y otros profesionales comenzaron a partir hacia Estados Unidos, Canadá y Europa a principios de la década de 2000. La mayoría recibió cálidas bienvenidas en sus hogares adoptivos, muchos de ellos con sus ahorros intactos.
Ahora, venezolanos devastados económicamente y con menos formación profesional están inundando Sudamérica en una frenética búsqueda de trabajo en restaurantes, tiendas, centros de llamadas y en el sector de la construcción.
Algunos viajan hasta donde alcanzan sus ahorros: un boleto de ida a la vecina Colombia desde Caracas cuesta el equivalente a unos 15 dólares, la tarifa para ir a Chile o Argentina puede llegar a los 350 dólares, una pequeña fortuna para muchos en Venezuela. Y la inflación encarece el viaje cada día que pasa.
El Gobierno venezolano no publica estadísticas sobre la emigración. Pero el sociólogo Tomás Páez, un especialista en el tema de la Universidad Central de Venezuela, estima que unos 3 millones de personas han salido del país en las últimas dos décadas y que casi la mitad de ellos se ha ido en los últimos dos años, en una de las migraciones masivas más grandes que el continente haya visto.
Maduro asegura que sus enemigos exageran la dimensión del éxodo.
La vecina Colombia ha recibido la mayor parte de los emigrantes venezolanos, aunque Argentina, Chile y Perú también han registrado una gran afluencia.
En contraste con los refugiados que huyen de Siria, Myanmar y el norte de África, quienes se han encontrado con la violencia y la resistencia, los venezolanos se mueven fácilmente a través de las fronteras terrestres con visas de turistas.
Pero las tensiones están aumentando a medida que el creciente número de migrantes presiona los recursos de los países en desarrollo de la región, que tienen sus propios problemas con la pobreza y la delincuencia.
Carmen Larrea tiene un asiento de primera fila en el éxodo. Es la dueña de Rutas de América, una pequeña firma de autobuses con sede en Caracas, fundada hace casi 50 años para transportar a peruanos y ecuatorianos a Venezuela en busca de trabajo.
A los 75 años, Larrea ha vivido lo suficiente para ver un giro completo de las cosas. Ahora sobrevive de los venezolanos que salen del país.
La terminal de Larrea tiene a docenas de personas haciendo cola diariamente para comprar boletos. Muchos deben regresar varias veces para pagar en cuotas los billetes. Los límites diarios de retiro en las tarjetas de débito ya no logran seguir el ritmo de los precios. Los lectores de tarjetas suelen fallar.
La demanda de boletos para viajar al exterior se ha casi duplicado en los últimos seis meses, dijo Larrea. Alrededor de 800 venezolanos salen cada mes del país tan solo en los pocos autobuses de su compañía.
Pero los altos precios de las piezas de repuesto y la caída del bolívar han mermado sus ganancias, dijo Larrea. Y aunque los autobuses Rutas de América salen de Caracas repletos de gente, a menudo regresan vacíos, lo que no favorece su negocio.
“Estamos luchando con la corriente en contra”, dijo.
“No se habla mal de Chávez”
Al amanecer, el autobús llegó a San Antonio del Táchira, un pueblo venezolano colmado de basura cerca de la frontera con Colombia. La frontera es un salvavidas para los venezolanos desesperados: cruzan a diario para vender productos como licor, cobre, incluso su propio cabello, a menudo ganando más dinero en un día en Colombia que en un mes en su país.
Maduro ha aumentado la seguridad en la frontera en un intento por frenar el contrabando. Los pasajeros del autobús fueron forzados a descender y pasar por media docena de puestos de control a pie, luchando por transportar maletas, mochilas, mantas, comida y botellas de agua bajo el ardiente sol.
Caminando hacia el estrecho Puente Internacional Simón Bolívar, que une a Venezuela con Colombia, pasaron bajo un gran letrero del gobierno que decía: “No se habla mal de Chávez”.
El cruce tardó cinco horas, en parte porque las computadoras de la oficina de migración venezolana colapsaron. La aprensión de los viajeros creció cuando los soldados venezolanos, conocidos por extorsionar a los que cruzan, registraron sus maletas varias veces.
El pasajero Chirinos, el publicista, llevaba 200 dólares en moneda estadounidense, una valiosa protección contra la inflación. Un soldado de la Guardia Nacional exigió la mitad para dejarlo pasar con una vieja consola de videojuegos de Playstation considerada como contrabando. Chirinos entregó un billete de 20 dólares para zanjar la situación.
“Nuestra propia gente nos roba”, dijo Chirinos más tarde, relatando la humillación. Las Fuerzas Armadas no respondieron a una solicitud de comentarios.
Hace solo unos años, Chirinos, de 34 años, pertenecía a la clase media. Boxeó en un gimnasio y derrochó en vacaciones, incluido un viaje a Río de Janeiro en 2014 con su esposa.
Pero a medida que la crisis empeoraba, incluso las pequeñas indulgencias, como boletos para el cine, quedaron fuera de su alcance. Chirinos redujo su propia ingesta de alimentos para asegurarse de que sus dos hijos tuvieran suficiente para comer. Comenzó a orar diariamente para que sus hijos nunca se enfermaran porque no había medicina para tratarlos.
El golpe de gracia ocurrió durante las protestas del año pasado contra el Gobierno, cuando los manifestantes en las afueras de la capital derribaron las vallas publicitarias de su compañía para protegerse y usarlas como barricadas contra los soldados de la Guardia Nacional. La empresa que sus padres habían fundado en la década de 1970 estaba casi perdida.
Varios pasajeros a su alrededor lloraron mientras escuchaban su historia. Chirinos, un hombre atlético con la cabeza rapada y perilla, se mantuvo con cara de piedra.
“No tengo tiempo para rencores”, dijo. “Lo que siento es una tristeza tremenda”.
“Hay que ser fuerte y seguir”
Una vez cruzada la frontera en la bulliciosa ciudad colombiana de Cúcuta, los testigos de Jehová, los vendedores y los timadores de toda clase rodean a los abrumados emigrantes. Las calles de Cúcuta ya estaban llenas de venezolanos pobres, algunos dormían en parques y lavaban sus ropas en arroyos porque no tenían dinero para viajar más lejos.
Los pasajeros del autobús compraron inmediatamente pesos colombianos en casas de cambio llenas de gente, donde fajos de inútiles billetes venezolanos salían volando de las máquinas contadoras de dinero.
El bolívar ha perdido alrededor de un 98 por ciento de su valor frente al dólar en el último año. O sea, el equivalente 100 dólares en moneda local de hace un año ahora solo vale 2.
Pesos en mano, los emigrantes abordaron un nuevo autobús Rutas de América que los esperaba en Cúcuta. El vehículo subió hacia las neblinosas montañas colombianas. Por la ventana, se divisaban agricultores en sus tradicionales ponchos andinos, cuidando sus rebaños.
Al cruzar la ciudad de Bucaramanga, el pasajero Adrián Naveda, que trabajaba en Caracas en una tienda de baterías de automóviles, se enteró por un mensaje de texto que su bisabuela había muerto. El joven de 23 años sintió el impulso de regresar. Pero sabía que el resto de su familia dependía de él para enviar dinero, una vez que llegara a Chile y encontrara empleo.
“Hay que ser fuerte y seguir”, dijo Naveda.
Puede que sea fácil para los venezolanos ingresar a otros países de América Latina con visas temporales de turistas, pero algunos batallan para conseguir empleo y permisos de trabajo. Los que no lo consiguen a menudo vuelven a la carretera para probar suerte en otro país. En Estados Unidos, los venezolanos ahora encabezan las solicitudes mensuales de asilo.
Otros se ven obligados a regresar a Venezuela, quebrados y angustiados. Maduro advirtió a los venezolanos que la vida en las sociedades “capitalistas” es dura.
“A los seis meses los veo de regreso aquí en Venezuela”, dijo el presidente en un reciente discurso televisado.
Mientras tanto, su gobierno se beneficia de las remesas de los emigrantes que están ayudando a apuntalar la economía de Venezuela y mantener a raya los disturbios en la nación de 30 millones de habitantes.
El Gobierno no divulga las cifras de remesas, pero el grupo de expertos del Diálogo Interamericano calculó que el año pasado llegaron a Venezuela unos 2.000 millones de dólares de ciudadanos que trabajan en el exterior.
Otros latinoamericanos han simpatizado con los venezolanos. Los chilenos, por ejemplo, señalan que Venezuela recibió a miles de sus compatriotas exiliados durante la dictadura de Augusto Pinochet en la década de 1970.
Pero la afluencia está avivando tensiones con algunos trabajadores que ven a los venezolanos como rivales. Los medios de comunicación cada vez publican más reportajes sobre venezolanos cometiendo crímenes.
En Brasil, los venezolanos ya viven en refugios en la fronteriza Boa Vista. En Colombia, el gobierno dice que ha atendido a más de 24.000 venezolanos por emergencias médicas.
Pero las autoridades colombianas expulsaron en enero a más de 200 venezolanos de un campo de atletismo en Cúcuta. Brasil y Colombia reforzaron sus fronteras en febrero, mientras lidiaban con la afluencia de venezolanos.
A pesar de las dificultades para comenzar de nuevo, casi todos los venezolanos en el autobús aseguraron que planeaban ayudar a familiares a “sacarlos”, como la mayoría dice ahora.
“¡Es un nuevo mundo!”
El autobús continuó y se detuvo al tercer día de viaje en el departamento colombiano de Cauca para permitir que los venezolanos se ducharan y comieran. La semana previa, cientos de venezolanos se habían quedado varados varios días en esa misma región, donde manifestantes indígenas colombianos bloquearon la carretera para exigir mejores condiciones de vida al gobierno.
Milena Ramos, que trabaja en una tienda junto la carretera, recordó la impotencia de los venezolanos abandonados.
“Algunos durmieron en el bus, otros en el piso. La gente de la zona les llevó comida y agua. Estaban graves”, dijo Ramos.
Calculó que cada día al menos ocho autobuses llenos de venezolanos se paran en ese punto de la ruta.
Justo antes de las 2 de la madrugada del cuarto día del viaje, el autobús llegó a la fría ciudad colombiana de Ipiales, cerca de la frontera ecuatoriana, a 2.898 metros de altura en los Andes. Los temblorosos venezolanos, casi todos sin abrigos, se formaron en la oscuridad para sellar sus pasaportes. Varios autobuses más se detuvieron, descargando a más compatriotas.
Mientras cruzaban hacia Ecuador, los venezolanos les dijeron a los agentes fronterizos que eran turistas. Los funcionarios, con rostro de aburridos, estamparon sus documentos y los hicieron pasar. Cualquiera que sea rechazado espera al siguiente turno de funcionarios para intentar cruzar, según dijeron vendedores ambulantes y gestores a Reuters.
A medida que el autobús avanzaba, los venezolanos expresaron asombro ante lo que veían desde sus ventanas: vacas gordas, semáforos funcionando, estantes de tiendas completamente surtidos, grandes campos de maíz y café. La gente, despreocupada, llevaba joyas de oro por las calles.
“¡Es un mundo nuevo!”, exclamó Josmer Rivas, de 7 años. En su casa, el niño a veces faltaba a la escuela porque su familia no podía pagar unos pocos centavos de dólar por el transporte.
En la capital ecuatoriana, Quito, donde el publicista Chirinos desembarcó y se dirigió directamente a la casa de amigos venezolanos que lo iban a recibir, Josmer estaba tan emocionado de hallar un jabón en el baño que insistió en repartirlo entre todos.
Aun así, el estado de ánimo en el autobús a menudo era pesado, especialmente entre los padres que aprovechaban las paradas para llamar a sus niños que se habían quedado en casa. Algunos emigrantes tenían los tobillos hinchados o la espalda adolorida después de varios días en la carretera. Otros estaban cansados de comer pan blanco y otros alimentos básicos.
Para Rodríguez, la madre soltera, la comida caliente en las paradas de descanso era un lujo que derrochó por su hijo, David. Al principio, el niño estaba emocionado por el viaje, pensando que era una especie de vacación. Pero a medida que el viaje se prolongó, se cansó y vomitó una noche en las serpenteantes carreteras montañosas de Colombia. Se preguntó por qué no habían tomado un avión.
Aunque muchos padres venezolanos confían sus hijos a sus parientes y los mandan a buscar una vez que se establecen, Rodríguez dijo que no podía arriesgarse.
“¿Y si limitan la salida de Venezuela, o la entrada a otros países, o todo se pone más costoso y no puedo sacarlo? No iba a estar tranquila si me iba y lo dejaba”, confesó.
Cuando a última hora de la tarde el autobús llegó a Guayaquil, la última parada en la línea Rutas de América, el pequeño Josmer Rivas saltó a los brazos de su emocionado padre, que había emigrado a Ecuador cuatro meses antes.
El cuarteto de Rodríguez y algunos otros subieron a un autobús a la medianoche para continuar su viaje hacia el sur, a Chile, algunos llevando latas de atún y galletas que les habían dado aquellos que ya habían desembarcado.
Una vez más, los autobuses estaban llenos en su mayoría de venezolanos, fácilmente reconocibles por sus abultadas bolsas y botellas de agua, aunque ahora se codeaban con algunos jóvenes mochileros llenos de mugre.
El viaje a través de Perú transcurrió sin incidentes, marcado por las vistas del Océano Pacífico y películas de acción de Hollywood que se veían en pantallas de video colgadas del techo del autobús.
Pero hubo algunos sobresaltos en el cruce hacia Chile, una de las naciones más estables y prósperas de América Latina. La policía interrogó bruscamente a los venezolanos.
“¿Cuánta plata tienes?”, preguntó un oficial a Rodríguez. ¿Sabes que Chile es un país caro? ¿Sabes que hay venezolanos durmiendo bajo puentes? ¿Tú y tu hijo van a dormir debajo un puente?”.
Rodríguez, sin ponerse nerviosa, respondió que tenía un lugar donde quedarse y dinero suficiente para vivir.
Ella y el resto del grupo finalmente fueron admitidos en Chile. Sonrientes, se abrazaron rápidamente antes de emprender otro viaje en autobús a Santiago, casi 2.000 kilómetros al sur.
Alonzo, el desarrollador web que iba a Chile, no tuvo tanta suerte. Se había quedado unos días en Perú para pasar tiempo con un primo. Al llegar al mismo cruce fronterizo pocos días después de Rodríguez, la policía chilena le negó la entrada.
Empezando de nuevo
Fue el último de una serie de reveses para Alonzo, quien había estado tratando de salir de Venezuela por dos años. Su viaje se había frustrado dos veces, después de que se vio obligado a usar sus ahorros para pagar cuentas médicas, primero por un problema pulmonar y después para arreglarse una muela.
Cuando el joven de 26 años finalmente se fue de Venezuela, solo tenía 230 dólares en su bolsillo, reunidos con préstamos de algunos amigos y con la venta de sus posesiones más queridas.
“Vendí mi guitarra que tengo desde que tengo 16 años, vendí mi computadora, vendí mi cama”, dijo Alonzo.
Esperaba que su habilidad para programar le sirviera en Chile, un centro de tecnología. Pero después de que fue rechazado en la frontera, Alonzo no tuvo más remedio que regresar al departamento de su primo en Lima.
A Chirinos y Rodríguez les fue mejor y obtuvieron rápidamente trabajos y documentos.
Chirinos ya alquiló un departamento en Quito y trabaja seis días a la semana en una compañía de diseño gráfico y publicidad. Pasa el poco tiempo libre que tiene con viejos amigos de Venezuela.
Un hombre de familia hasta los huesos, Chirinos dice que se siente incompleto sin su esposa, su hijo de nueve años y su hija pequeña y quiere traerlos lo antes posible.
“Le tengo terror a lo que está sucediendo en Venezuela y no quiero que mis hijos se críen en ese ambiente tan espeso y negativo”, dijo Chirinos, cuya familia está sobreviviendo con el dinero que envía.
En Chile, Rodríguez atiende mesas en un concurrido restaurante frente al mar, popular entre los turistas.
Al principio durmió en el suelo en un departamento de dos habitaciones abarrotado de venezolanos. Ahora duerme en una habitación con David porque su hermana y amiga, Naveda, se mudó a su propio departamento, dejando espacio libre en el otro lugar.
A Rodríguez le encantan los placeres más simples: caminar sola a una fiesta nocturna, encontrar jabón en las farmacias. Estaba especialmente entusiasmada con la idea de comprarle a su hijo una bicicleta para Navidad.
David adora su nuevo hogar. Rápidamente hizo amigos, todos chilenos, y cambió el béisbol -un deporte importante en Venezuela- por el fútbol en una cancha cerca de su casa. Fotos enviadas desde el teléfono celular de Rodríguez, muestran al niño sonriendo sobre su bicicleta de montaña negra. En otra está en un McDonald’s a punto de comerse una hamburguesa.
Rodríguez, mientras tanto, recibe noticias de Venezuela de su madre y sus hermanos. Las muchedumbres hambrientas han estado saqueando tiendas a medida que la escasez y la inflación empeoran. Maduro acaba de anunciar que se presentará a la reelección. Dado que los dos principales líderes de la oposición están inhabilitados para candidatearse, es probable que el impopular presidente logre en mayo otro mandato de seis años.
En Chile, Rodríguez ha encontrado la tranquilidad que tanto anhelaba. Aun así, no puede dejar de pensar en Venezuela.
“Todos los días me pregunto: ¿cuánto tiempo va a pasar hasta que pueda regresar?”, dijo.
(Traducido por Vivian Sequera. Editado por Pablo Garibian)