Solo quien tiene hijos sabe cuánto puede sufrirse, contemplando en silencio a los niños clamando a grito herido, mientras el médico pediatra les pone alguna inyección para administrar un medicamento de rápida acción.
Con Laura y Sofía, mis hijas, siempre he aguantado en silencio, mientras quisiera tomar por el cuello al médico durante la consulta. Si el médico nos aconsejaba como padres unas reglas de tratamiento racionales –es decir, higiénicas- jamás se nos ocurrió decir: ‹‹Sabemos perfectamente doctor que sus consejos son racionales, pero cuando intentamos bañar a la bebe, ésta llora, y no le gusta cambiarse el pañal, mis sentimientos de amor por mi hija, no me dejan verla llorando, en consecuencia no puedo seguir sus consejos, y haré todo lo que perjudica la salud de mi hija, a pesar de que obro irracionalmente››.
El ejemplo les parecerá un disparate. Nadie sensato llegará a hacer algo así. Damos por descontado que cualquier cosa que el ser humano se proponga hacer, intentará hacerlo racionalmente.
Pero parece que hay quienes consideran que la política en los asuntos del Estado, debe ser de otro modo. Que en estos asuntos no debería decidir la razón, sino el sentimiento (y los instintos). Si se trata de establecer qué hacer para crear un nuevo aeropuerto, en general se discuten los criterios racionales. En cambio, apenas se llega a la discusión, al punto en que hay que decidir si el aeropuerto debe ser gestionado por privados o por el Estado, la razón ya no vale, y lo que debe decidir es la pasión, la ideología, en una palabra: La irracionalidad.
Todo cuanto el hombre es, y en consecuencia lo eleva por encima del animal, lo debe a la razón. ¿Por qué, entonces, precisamente en la política, debería renunciar al uso de la razón y confiarse a sentimientos e instintos oscuros y confusos?
Conté en Rebelde con Causa, el caso de un caso de un amigo maracucho (dícese coloquialmente de quien nace en Maracaibo, capital del Zulia en Venezuela) que sufría del corazón, entrenado en comer hamburguesas con salsa, chicharrones, cocada, carne y abundante aceite. Para mí viendo su enorme abdomen, mientras devoraba como un dinosaurio la caja de papas fritas y emparedados de Mc Donald ?s, era claro que él estaba empeorando su enfermedad.
Si un enfermo desea una comida rica en colesterol, que le perjudica y el médico le advierte del peligro que corre, nadie sería tan loco como para decir: ‹‹El médico no quiere el bien de este pobre maracucho y su enorme panza, de otro modo no le prohibirá disfrutar de esa rica comilona››.
Cualquiera, en cambio, comprendería que ese médico aconseja al enfermo renunciar al placer de esa comida que le perjudica, precisamente para evitarle problemas, que pudieran llevarlo hasta las mismas puertas del sepulcro.
La analogía que he planteado, es hoy el eterno enfrentamiento entre las medidas de ajuste, recetas, tratamiento económico que por ejemplo recientemente nuestro movimiento Prociudadanos propuso y las propuestas ‹‹suculentas››, demagógicas de los populistas del mundo: Gasto, control, protección.
El populismo representa una desgracia para cualquier país caído en sus manos. Genera expectativas, y éstas después no se corresponden con la realidad. El populismo destruye el futuro porque gasta ahorros, como un borracho en una taberna con dos bellas mujeres rubias en cada pierna. El populismo destruye las infraestructuras que ayudan a crear un ambiente de prosperidad, y peor aún, corrompe el principal activo de una sociedad: su gente.
El populista se enfrenta al médico, al libre mercado y desde las redes clientelares incita al país a sumergirse en el despilfarro, el gasto, el monetarismo de crear dinero inorgánico, los controles; es decir, todo aquello que tarde o temprano provocará que el mismísimo corazón de la economía estalle en mil pedazos.
El populismo arruina las naciones, una vez que termina la lujuria. Con los días duros, surge la estampida. Solo el gobierno de Hugo Chávez, desde 1998 hasta el año 2012, provocó el éxodo de un millón de personas; y el de Maduro ha expulsado unos cuatro millones de jóvenes. Y así estos venezolanos dejaron que la historia de su país la escribieran otros.
El remedio ante el populismo, es el libre mercado, que desaconseja las medidas demagógicas. Pero como le sucede al médico que el paciente cuestiona, al libre mercado se le acusa de enemigo del pueblo. Se aplaude al populista que, ocultando las consecuencias negativas de su intervencionismo aconseja las medidas ‹‹populares›› porque aparentemente –ya hablaré de esto- ofrecen una utilidad momentánea.
Bajo esta clase de patrañas el populismo se convierte en la política que destruye capital. Aconseja aumentar la dotación del presente a expensas del futuro. Es exactamente lo que sucede en el caso del amigo maracucho del cual hablamos. Su consumo mayor en el presente de chicharrones, mayonesa y hamburguesas se correspondía al empeoramiento de las condiciones en el futuro.
Quienes defendemos la libertad económica buscamos acabar con la pobreza con las medidas correctas. En cambio, el populismo no tiene como objeto el ciudadano ni su prosperidad sino el mantenimiento en el poder del caudillo. El populismo no está interesado en la libertad económica de la gente, sino en que el caudillo se mantenga en el poder, aún cuando para mantenerse en el poder, deban acabar con el país, como Alexis Tsipras en Grecia en 2014 o el chavismo en Venezuela.
Un populista es un hechicero, un charlatán empeñado en confundir la política en el Sermón de la Montaña. Los problemas de un mundo globalizado, donde los llamados estados nacionales son cada vez más dependientes de ese fenómeno, es que no se pueden proponer para los problemas de economía, conjuros caribeños.
En agosto de 2016, mientras cumplía detención en el servicio secreto de mi país, el diario La Razón de España, me consultó sobre el fenómeno del populismo que ahora amenazaba ese país. Cuando me llegó el cuestionario intenté ser elegante en la respuesta pero terminé por decir lo que realmente pensaba: ‹‹Que el populismo sea aceptado en países de América Latina alentada por demagogos, es comprensible, pero que en España exista gente votando por “Podemos”- representada por el populismo, es por lo menos, desconcertante››.
Había leído en prisión el programa completo de Podemos: Amenazas a los banqueros, más impuestos para los ricos, proteccionismo económico. El viejo versículo: los pobres son más pobres porque los ricos son ricos y que se soluciona el problema ahogando a los ricos y dándoles dinero a los pobres. El único problema que el dinero no puede resolver es la pobreza, un ejemplo crudo es Venezuela.
El anuncio del reino de una sociedad donde los que trabajan deben financiar a los que no trabajan. Quienes trabajan llegan a sentir que no pueden tener ‹‹excedentes›› porque eso es un pecado que debe ser castigado con más impuestos, y el que no trabaja se entera, que puede vivir sin trabajo porque otros lo harán por él, le financiaran casa, educación a través del Estado Robin Hood. Una sociedad así es una barbarie, una prédica al retraso, al caos y la miseria.
Robin Hood, como todos lo que hemos leído la historia sabemos, aunque diera a los pobres, era un ladrón. Un pandillero.
Para mí el caso de “Podemos” en España era realmente digno de una comedia. En cualquier parte del mundo racional, su principal líder entonces, Pablo Iglesias, estaría con su melena larga, con un fustán, en una esquina dándole a una pandereta y tocando la guitarra, nunca aspirando al gobierno de España. Unos hippies, literalmente hablando, intentaban gobernar España con medidas equivalentes a desarmar un Mercedes Benz para ponerle los neumáticos a una carreta de pueblo sin electricidad.
Un médico no puede ser un improvisado, un yerbatero de la jungla. Para el populismo la juventud sin preparación y el discurso incendiario basta para salvar al mundo. Prometer el Paraíso como un evangelista,desde la política, es sencillo. Gobernar es un asunto complejo. Los venezolanos le entregaron el poder a Hugo Chávez, un joven de cuarenta años que predicaba como Juan el Bautista en el desierto, y dejó a Venezuela como un pueblo que el único sentimiento que levantaba en el mundo era la compasión por su tragedia.
Alexis de Tocqueville, advertía en su Democracia en América: ‹‹Es evidente que nuestros gobernantes no se conforman con dirigir el pueblo, diríase que se consideran responsables de las acciones y del destino individual de los súbditos, y que han querido emprender la tarea de dirigir sus vidas››.
Tocqueville antes que Ayn Rand, Von Mises, Hayeck y Friedman, pudo observar lo que sería el peligro de las turbas en el poder, el imperio de los demagogos.
Tocqueville se alarmó ante la tendencia de creer, como se creía en la América que analizaba, que las instituciones democráticas tenían la obligación de mezclar a los ciudadanos tanto en la vida privada como en la vida pública, y en forzarlas a llevar una vida común. Decía Tocqueville: ‹‹Ello implicaría una burda y tiránica interpretación de la igualdad democrática››.
Esa ‹‹burda›› y ‹‹tiránica›› interpretación de la igualdad, llegó, se llama populismo, y es aclamado por todos los destructores del hombre libre. Según los populistas, la turba, el estadio, las mayorías, pueden decidir e imponer contra natura y la razón. Vox populi, vox dei, dicen para justificar sus desmanes.
Bajo esta primitiva lógica, se podría celebrar un referéndum para decidir, si en un colegio todos los niños deben recibir una clase de religión. Esa lógica populista violenta el derecho de un individuo a ser agnóstico, por ejemplo, solo porque la mayoría decide se le imponga recibir ideas en las cuales no está interesado.
La lógica liberal en cambio consiste en: ‹‹Que tal, si vives, y dejas vivir››, es decir, si un referéndum decide un tipo de pensum religioso, pero deja libre al agnóstico de entrar o no a esa clase, valorando así su derecho a la iniciativa y libre adhesión.
Pero si este ejemplo no los satisface, los populistas pudieran hacer un referéndum para considerar que la homosexualidad es una aberración y que se debe imponer que los homosexuales se abstengan de tener relaciones sexuales entre ellos. Esto puede ser muy democrático pero irrespeta el derecho de esta persona a su libertad individual.
El populismo es el abuso de la jungla y la prédica del caos. Nunca priva la razón sino el sentimiento, la pasión, los valores más primitivos del hombre. Por ello es amigo de las barreras, el nacionalismo y los muros. En consecuencia, no puede respetar el libre mercado, y la globalización.