El protagonismo popular en la Independencia de Venezuela (1810-1823) es una idea instalada en el inconsciente colectivo de los venezolanos. Hemos asumido, sin pruebas históricas documentales que lo respalden, el discurso ideológico de una supuesta pardocracia enfrentada a la infamia de un Imperio Hispánico decadente que les negó la libertad. Cuando en realidad, y de acuerdo a los testimonios de la época, fue esencialmente un conflicto entre la elite blanca ante la ausencia forzada de la Metrópoli luego de la invasión de Napoleón sobre la península ibérica en el año 1808.
El “Gloria al Bravo Pueblo” es una patraña descomunal porque el pueblo como tal nunca se definió durante la contienda a favor de uno de los bandos enfrentados. Nunca simpatizó con los aristócratas mantuanos porque eran sus más directos opresores dentro de un sistema de castas inamovible y con una economía agraria y esclavista. En cambio, con relación al Rey y el entramado monárquico, vivían una especie de servidumbre feliz bajo la fuerza de la costumbre y los preceptos religiosos católicos que reforzaban la idea de una jerarquía terrenal oprobiosa a cambio de la esperanza de un paraíso salvador después de la muerte. Es más, en 1812 nos encontramos a los blancos canarios acaudillados por Monteverde, un jefe militar de esa misma nacionalidad, destruyendo los cimientos de la Primera Republica surgida luego del 5 de julio de 1811. Y a un José Tomás Boves, de origen asturiano, acaudillando a pardos y llaneros, el grueso de la población colonial lo que en ese entonces se denominaba despectivamente como la “multitud promiscual”, haciendo trizas la Segunda República creada por Bolívar y Mariño en el año 1813. Con esto queremos afirmar que los sectores populares prefirieron acompañar las banderas del rey, del partido realista, antes que el partido de los republicanos.
No obstante, sigue siendo un tema virgen el comportamiento de los sectores populares en la Independencia porque lo que ha prevalecido es el mito y la elaboración ideológica de un igualitarismo legalista negado mil veces en la realidad luego del triunfo militar en 1830. El mito Bolívar (1842) encubre y oscurece todo éste periodo.
Mientras se exalta el imaginario de una gesta popular que en la realidad histórica nunca existió, por otro lado, se omiten los testimonios de los defensores de la causa del rey. El silencio que la historia oficial, nacional y patria impuso a los protagonistas blancos de la elite realista que perdieron en la Independencia merece ser rescatados para ampliar el conocimiento de éste tema cautivo.
La nueva nacionalidad decidió reemplazar el pasado hispánico por otro de naturaleza republicano borrando cualquier antecedente criminal que lo delate. Todavía sigue produciendo escozor en nuestros textos muy patrióticos el “incomprensible” alineamiento de los sectores populares (pardos, llaneros y canarios) acompañando las banderas del rey en los años 1812 y 1814. Haciendo la salvedad que los mismos juntistas caraqueños integrantes de la aristocracia mantuana, los llamados blancos criollos, actuaron el 19 de abril de 1810 identificándose con el rey Fernando VII. ¿Cómo entender estos comportamientos políticos paradójicos? Pues muy sencillo: redescubriendo una historia de la independencia sobre supuestos más completos y plurales reconociendo a todos sus actores tanto los que ganaron como los que perdieron. Para quienes abrazaron el partido realista, la Monarquía era la patria. Un “mundo feliz” bajo coordenadas muy distintas a las de una nueva era surgida luego de la Ilustración y la Revolución Francesa.
Muchas veces creemos que en la historia y sus procesos lo nuevo sustituye a lo viejo cuando en realidad lo viejo se hace resistente a los cambios y las nuevas épocas se constituyen en auténticos híbridos. ¿Cómo entender el fenómeno del caudillismo en América Latina y Venezuela? Pues el caudillo es el sustituto del monarca, garantía de orden, seguridad y gobernabilidad, alrededor de una sanción religiosa de origen católico militante y feudal con el acompañamiento tácito de una población en su mayoría analfabeta y pobre, y en consecuencia, fácilmente manipulable y mantenida en una posición de sumisión aunque nominalmente la hayamos declarado como “iguales” y “libres”. Si bien se adoptó las formas republicanas, conceptualmente modernas, en la práctica el caudillismo fue una variante tropical del rey cuya autoridad descansó en el monopolio de la violencia. La nueva nación venezolana en sus doscientos años de historia ha tenido ciento cincuenta gobiernos militares y apenas cincuenta civiles; y algo sorprendente que manifiesta nuestra inestabilidad sociológica: más de treinta constituciones distintas. En pleno siglo XXI la Constitución del año 1999, que no sabemos sí está vigente aún, vive un proceso de reforma y cambio por una nueva que se adapte a los designios de quienes ocupan el poder en la más amplia expresión del término.
En conclusión: hemos renegado de un pasado monárquico que todos los indicios y expresiones de su vocería alrededor de los sectores dirigentes de la sociedad colonial venezolana consideraron satisfactorio (carecemos el punto de vista de los sectores “populares” más allá de los recursos panfletarios al uso). La ruptura que llevó a cabo Bolívar y los integrantes del partido republicano o pro-independentista fue en un principio gradual y pactado. No obstante, en ese “organismo social” que fue la sociedad colonial venezolana las divisiones y tensiones sociales y étnicas fueron tan grandes que el odio, los rencores y la venganza arrojaron toda su furia alrededor de una violencia total (“El resentimiento en la historia”, Marc Ferro, 2009). En Venezuela se practicó una “guerra de exterminio” entre dos bandos fanatizados alrededor de su respectiva causa. Incluso, llama la atención, algunos recuerdos dramáticos en forma de contrición del mismo Simón Bolívar en los últimos años de su existencia cuando dudaba de su misma obra libertadora y su indisimulado miedo a la pardocracia.
El republicanismo de Bolívar terminó siendo una buena intención ilustrada. Sólo la dictadura militar podía garantizar una paz a través del ejército y la fuerza. Sólo que en 1830, Bolívar era ya un alma en pena, traicionado por sus principales aliados y dirigiéndose al destierro.
Bolívar le escribe a Flores (1800-1864), Barranquilla, 9 de noviembre de 1830: “Usted sabe que yo he mandado veinte años y de ellos no he sacado más que pocos resultados ciertos: 1.La América es ingobernable para nosotros. 2. El que sirve una revolución ara en el mar. 3. La única cosa que se puede hacer en América es emigrar. 4. Este país caerá infaliblemente en manos de la multitud desenfrenada, para después pasar a tiranuelos casi imperceptibles, de todos colores y razas. 5. Devorados por todos los crímenes y extinguidos por la ferocidad, los europeos no se dignarán conquistarnos. 6. Si fuera posible que una parte del mundo volviera al caos primitivo, éste sería el último período de la América”. Desaliento, decepción y tristeza de un Bolívar deprimido que un mes después bajaría al sepulcro.
Seguimos creyendo, que éste tema de la independencia venezolana, está necesitado de una permanente revisión que logre traspasar los rígidos linderos del expediente construido sobre el mito bolivariano y la historia patria, que termina siendo, más una ilusión de gloria que el recuerdo serio y responsable de un pasado asumido sin complejos.
Dr. Angel Rafael Lombardi Boscán
Visita al EHESS en París-Francia, Febrero-Marzo, 2018