José Aguilar Lusinchi: Seiscientos. El Quinto postgrado

José Aguilar Lusinchi: Seiscientos. El Quinto postgrado

José Aguilar Lusinchi @jaguilalusinchi

Treinta por quince mide el cajón de la mesa de noche que no ha dejado de mirar. El despertador sonó hace un minuto y han transcurrido dos desde que mira al mismo lugar. Un pequeño espacio donde reposan las herramientas que lo mantienen con ansiedad.
Otro despertar en búsqueda de excusas. Unas provienen del pragmatismo y otras de las emociones. Cualquiera podría satisfacerlo, pero ninguna logra erradicar la impotencia de no saber qué decisión tomar. Han pasado tres minutos.

El sonido del segundero marca el ritmo de sus pensamientos. Su imaginación se paseó por su futuro, sus proyectos y hasta por el sentido de la vida. Imágenes de su esposa, hijos, empleados, allegados y hasta de los estados de cuenta bancarios entraban y salían. La mirada se mantiene en el mismo lugar.

Encendió una lámpara, tomó una libreta y empezó a leer cosas había escrito. Una lista de oportunidades brindadas a su familia desde que sus antepasados llegaron de España. Un ejercicio para recordar quien es, de donde viene y a donde va. Han pasado cinco minutos.

Intentó apagar la luz y se encontró con dos ancianos que llegaron a Venezuela por la migración forzada. Que la escogieron por ser un país ejemplo de modernismo del siglo XX. Una nación que cuenta por naturaleza con una geoposicion envidiable. El punto diseñado para ser el verdadero Hub de América. El país al que llegaba el Concorde. Había mirado una fotografía de sus abuelos.
Usó su profesión para salir de la nostalgia. Su carácter y su edad también ayudaron a no profundizar en ella. Como buen ingeniero inició un proceso de cálculo mental para acudir al sentido práctico, pero aún no ha nacido aquel que controle todas sus emociones y la mirada volvió a fijarse en el mismo lugar.

Su piel se erizó. Volvió la nostalgia. Tomó de nuevo la libreta y escribió: “La oportunidad de ser protagonista de la reconstrucción de un país que siempre ha sido un hito, para continuar siendo un ciudadano que forma parte activa del desarrollo de su nación”. Casi han pasado ocho minutos.

Una analogía llegó un minuto más tarde. Pensó en una madre. En esos momentos cuando se debe limpiar, cuidar y alimentar con el propósito de mantenerla con vida. Cuando se hace un enorme esfuerzo y sacrificio para seguir estando con ella. Cuando nos aferramos a decisiones con poco sentido lógico y nos inspiramos en la fe para no dejarla ir. Había encontrado la excusa.

Se levantó y abrió la gaveta que tanto le había inquietado. Miró nuevamente aquel bulto de documentos que reposan en ese pequeño cajón de la mesita. Papeles que se han convertido en adornos que no se atreve a tocar y a los que teme usar para lo que piensa. Entre ellos, un pasaporte europeo y una residencia de inversionista panameña que se niega a utilizar para emigrar.

Ya han transcurrido diez minutos de reflexión desde que despertó. Diez minutos que definen a diario su futuro, el de la familia y también el de quienes lo rodean. Diez minutos que conforman los seiscientos segundos más importantes de su día, logrando vencer en la negociación más compleja que se pueda tener, una consigo mismo.

Nuevamente ha decidido quedarse mientras deba hacerlo, emprendiendo honradamente, sin dinero mal habido y sin necesidad de voltaje. Este es el mayor aporte a sus empleados que a diario luchan contra la tragedia para llegar a su puesto de trabajo. A los miembros del colegio que administra su esposa que incansablemente tratan de vencer la deserción escolar. A los hijos de ellos. A los suyos propios. Al país.

Una sonrisa de victoria apareció al cerrar aquel cajón. Había logrado ganarle a la crisis en su mente con otra de sus excusas. Había alimentado su orgullo lleno de venezolanidad, ese que le impide marcharse y dejar a su país en manos de unos canallas, simplemente, porque no le da la gana. Un orgullo que se fortalece y crea una nueva materia para este postgrado, el sentido del deber.

Un deber que también tienen los maestros que se niegan a dejar de enseñar en las escuelas. De los pocos policías honestos que aún quedan y arriesgan sus vidas por un sueldo que no alcanza para el pan. De los médicos que no abandonan a sus pacientes y lo dan todo por salvarlos en una Venezuela sin material para hacerlo. De los periodistas que arriesgan sus libertades para informar. Incluso, de los políticos de bien que aún existen y mantienen el sueño de recuperar nuestro país.

No es que aquellos que se van no lo tengan, claro que lo tienen. Lo tienen para con su desarrollo como mejores personas, su supervivencia ante la hambruna y la manutención de su familia. Todos en su conjunto vemos las mismas materias de este postgrado, pero cada quien se encuentra en un pupitre con posiciones diferentes en estas aulas de clase. Cada venezolano que se va o que se queda, se especializa en menor o mayor grado en una de ellas.

Seis amigos participaron con sus testimonios para la composición de este relato. Un par de ellos sin saberlo.
Hoy publico estas letras desde Argentina. Crucé la frontera con Brasil por tierra y tengo tres días acá. Mis intenciones consisten en estar diez días más en la ciudad de Buenos Aires, para luego salir a las capitales de Chile, Perú y Ecuador. Mantengo la firme determinación de documentar esta historia a través de las materias de crecimiento individual, familiar y social que conforman este postgrado.

A finales de mayo estaré de vuelta en Venezuela, porque yo también soy de los que se quedan. Emigrar es un postgrado.

José Aguilar Lusinchi
joseaguilarlusinchi@yahoo.com
Instagram: jaguilarlusinchi

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