De tiempo en tiempo, cuando las marmotas se despiertan, se produce un ataque en contra de “los egos” en la política. Es palabra clave para descalificar a ciertos dirigentes que según la majadería “políticamente correcta”, sobrepondrían sus intereses personales a los del colectivo. Lo opuesto a “los egos” desbocados sería una actitud modesta, en la que nadie osara sobresalir del pelotón, no vaya a ser que ingrese en la categoría denigrada.
Se acusa de portar un “ego” potente incluso a quienes confiesan no ser candidatos; pero reciben la acusación sólo por disponer de destacados atributos intelectuales y políticos que se convierten en objeto de las filípicas de la Guardia Roja de la Idiotez. Aquí radica uno de los dramas más terribles de la política venezolana de esta hora: el culto a la mediocridad, impuesto por Chávez y llevado a niveles operáticos por la cáfila encabezada por Maduro, y trasvasado a cierta oposición cultora del aplanamiento intelectual. Un político que se destaca por su coherencia, preparación, principios y que es objeto de reconocimiento, se convierte en acusado por el solo hecho de empinarse por encima de la aglomeración y el anonimato. Hay que recordar que unos cuantos sólo siguen el libreto de sus asesores de imagen y no soportan a quienes usan las neuronas con cierta facilidad.
Un problema de mayor calado es la destrucción de los partidos. Venían mal antes de Chávez, y la dictadura de Chávez/Maduro no han hecho sino empeorar. Partidos que no tienen financiamiento del Estado y que si recurren al financiamiento privado convierten a los donantes en objeto de persecución; partidos que en casi todos los casos son ajenos a procesos democráticos internos; partidos diseñados para competir en elecciones libres inexistentes desde hace años e inhabilitados como tales para enfrentar una dictadura criminal como la encabezada por Maduro; partidos que, en su mayoría, están fraccionados internamente porque la ausencia de democracia interna les impide disponer de mecanismos de descompresión. Frente a partidos desvaídos se imponen las personalidades.
Con las condiciones descritas, lo que sobresale y sobrevive son las figuras de la política. Las más calificadas y de carrera larga surfean las olas gigantes, las que han sido alimentadas por el azar y son de carrera corta, yacen exangües en la arena. Pueden recuperarse con otro ventarrón en el futuro, pero por ahora están allí, dando declaraciones.
La política y los estadistas renacerán de la mano de los valores y principios; no sin ellos.