Lima, Perú – La voz de la cabina indicó el cierre del avión y así empezó el proceso para desprender el túnel de la puerta y continuar con el despegue. El leve movimiento del aparato dio inicio a un sentimiento de angustia que aumentaba su respiración cada pocos segundos. Una presión en el pecho la impulsó a pedir ayuda en un tono tan bajo que nadie podía escucharla. Un fuerte apretón en el brazo del desconocido de al lado hizo que se acercaran a ella las azafatas.
Sudoración en todo el cuerpo. Sensación de huida. Pesadez en la boca del estómago. Palpitaciones y taquicardias. Su cuerpo reaccionaba de tal forma, que el piloto no tuvo otra opción que detener el avión y volver a la zona de embarque. La bajaron entre paramédicos y una camilla. Hace apenas unas horas se había despedido por segunda vez de su familia y ahora un médico de la aerolínea TAP determinaba que sufrió de un ataque de pánico.
Dos días con ansiolíticos en un hotel de las cercanías del aeropuerto internacional de miami bastaron para recuperarse. Las casi cincuenta horas de retraso pasaron entre dormir, ansiedad y llamadas desde Venezuela para hacer seguimiento de su estado. No hubo dominio propio ni al llegar al aeropuerto de Barajas, en España. Las nueve horas de vuelo transcurrieron bajo los efectos del mismo fármaco de antes.
Desde la estación llegó al ático que la universidad le mantiene alquilado. La sensación de bienestar la hizo pensar en continuar con su tesis. No lo logró. De pronto volvió a llorar sin sentido ni control mientras que su cabeza hacía la señal de negación. No lograba entender lo que ocurría al tiempo que su respiración se profundizaba y le preguntaba a Dios sobre lo que tenía. En ningún estudio académico de los que había hecho, era capaz de encontrar la explicación.
Una amiga sirvió para recordarle las cosas que había logrado. El segundo lugar que alcanzó en un corcuso con el que obtuvo la beca que había ganado. La cantidad de participantes y todo el esfuerzo que hizo para hacerlo. Le recordó también las cosas que vendieron sus padres para costear los gastos del primer viaje y como unos desconocidos completaron para los boletos de avión por gofundme. Profundizó en sus calificaciones, la posición en la lista de graduandos y la importancia de su tesis.
Una matemática simple bastó para comprender que ninguna victoria publica podría llenar el vacío de aquella derrota privada que ocurrió al partir forzosamente al extranjero. Nunca deseó irse. Buscar y concursar para muchas becas fue la forma más segura que encontró para huir. Los estudios fue la única razón válida para dejar Venezuela y tomarse ese tiempo para esperar que pase la tormenta. Fue una ilusa. Han pasado dos años y el país está cayéndose a pedazos. Luego de todo este tiempo, ahora comprende que no puede volver para quedarse con su familia y tampoco puede llevárselos consigo. Empieza a creer que esta es la razón de su llanto.
Lleva dentro de ella la herida del triunfo a solas en tierras ajenas. Nada de lo que había conseguido podría hacer olvidar su deseo de haberlo logrado en su patria, junto a los suyos, con su bandera, en la casa más alta, con sus padres y abrazada de su hermana. Estudia para que llegues lejos le decían de niña, y hoy se encuentra a miles de kilómetros de su hogar sin posibilidades de volver y tampoco de un pronto reencuentro.
Cuarenta días transcurrieron hasta que la tristeza se detuvo. Había vivido un proceso que endureció su corazón y la forjó de carácter. La papelera fue el lugar de reposo para los barbitúricos que le habían recetado. Empezó a manejar sus emociones por sí misma y controlar su mente para ver más allá de donde estaba. Supo la gran utilidad que tenía para los suyos, al poder enviar remesas a su familia así poder ayudarlos desde su primer empleo en una transaccional que se ocupa de residuos inorgánicos. Quizás no podría verlos, abrazarlos y compartir físicamente sus logros, pero sí puede ser por ahora un instrumento para evitar su hambruna y reubicarlos prontamente en otro país.
La mañana siguiente salió de su casa a caminar sin dirección por la gran vía. Bajó hasta la plaza sol y entró a una librería del corte inglés. Allí compró un libro, el alquimista. Caminó nuevamente sin rumbo ni sentido hasta que llegó a un parque y aprovechándose del día soleado encontró una banca, se sentó y empezó a leer. Fue fantástico.
Se había vencido a sí misma. Había descubierto su ser. Encontró la paz en el autoconocimiento. Adquirió una fuerza que nunca se había podido imaginar que tenía. Una fuerza que se convierte en la nueva materia de este postgrado que nos certifica como la mejor generación de nuestro país.
Hoy puede ver el lado positivo de lo que ocurre. Ha logrado sacar los nutrientes necesarios de la oscuridad que forzosamente un país la obligaba a pasar. Ha evolucionado tanto que es capaz de conversar junto a quien escribe con la mayor serenidad que se pueda esperar, y contribuir con su historia en la documentación del mayor crecimiento del gentilicio venezolano.
Nueve son los testimonios que conforman este relato. El principal de ellos se encuentra en Inglaterra terminando una maestría en gestión y supervisión de impacto ambiental en la universidad de Mánchester, quien no vacilaría en volver a su país para aportar sus nuevas competencias a la mayor reconstrucción que nación alguna haya requerido en período de postguerra.
Hoy publico estas letras desde Lima. Estoy tan cansado que siento que mi cuerpo se mueve solo por la guía de mi Padre y la fuerza de mis convicciones. Mañana salgo a Ecuador a continuar diseñando este postgrado junto a mas emigrantes venezolanos.
Emigrar es un postgrado.
José Aguilar Lusinchi
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