Todo proyecto totalitario despliega discurso oficial y oficioso hábilmente estructurado, con la malsana intencionalidad de que se piense que la permanencia en el tiempo del gobierno en el cual se encarna dicho modelo de dominación, es equivalente a la salvaguarda de ideales patrióticos y nacionalistas y garantía del progreso material y social del país y sus habitantes. Los ideólogos y líderes de cualquier proyecto totalitario saben de antemano que su versión del pasado, presente y futuro de la sociedad donde reinan es por definición ideologizada, en tanto y cuanto, adrede, es irreal, distorsionada y falaz. Por esta razón, necesitan penetrar en términos propagandísticos la mentalidad de la gente, a fin de que ésta termine haciendo suya, compartiendo y repitiendo, la narrativa construida desde el poder, destinada a recrear una imagen de país imposible de verificar en medida alguna. El objetivo central de este proceder político-comunicacional es activar en el colectivo nacional mecanismos que generen compromisos de adhesión para con quienes están al mando de la arquitectura institucional.
Por supuesto, estos intentos de penetración ideológica deben sortear dos escollos de magnitud considerable. En primer lugar, la gente no es tonta y es harto difícil convencerla de que la mentira es inexplicablemente la verdad. Esta renuencia ciudadana a aceptar mansamente el discurso oficial y oficioso se deriva del segundo obstáculo que encuentra la propaganda en su actuar: la realidad es caprichosa e inocultable y se resiente a ser dibujada de la forma como el poder quiere que se le vea. Todo el que experimenta dramático deterioro de sus condiciones de vida comprende en algún momento que en la acción de los que manejan la cosa pública recae buena parte de la culpa del empobrecimiento y la angustia que lo agobia.
Esta es la razón de la hegemonía comunicacional perseguida a troche y moche por los proyectos totalitarios. Deben asegurarse que la «información» sobresalientemente mayoritaria sea la generada en sus círculos generadores de propaganda. Es decir, los medios de comunicación que estén bajo su control directo o indirecto deben ser los que cuantitativa y cualitativamente prevalezcan. Para configurar esta supremacía recurren a múltiples mecanismos: clausura de medios con línea editorial crítica hacia la gestión gubernamental; establecimiento de trabas materiales y legales que dificultan o hacen imposible la circulación y/o difusión de medios de igual tenor; disposiciones que limitan, vía el estímulo de la autocensura, la exposición de noticias u opiniones que contradigan la visión del mundo acunada en los cenáculos del poder; creación de incontables nuevos medios destinados a vocear la versión oficial del derrotero nacional; amenazas, veladas o no, relativas a los permisos de funcionamiento y concreción de tales amenazas; y pare usted de contar. En fin, la aplicación de un amplísimo abanico de instrumentos que impiden la materialización concreta y efectiva de las libertades de información, pensamiento y opinión que, al ser acorraladas de esta manera, devienen meras e inocuas abstracciones, entendido el último de los adjetivos en función de aquello que molesta a quienes aspiran ocultar la realidad a punta de hueras, cansonas y desangeladas consignas.
Las voces disidentes son parte del escudo interpuesto contra el avance del totalitarismo. Es compromiso ineludible no renunciar a su ejercicio.
Post scriptum. Este artículo es una modesta expresión de solidaridad con los medios de comunicación y comunicadores venezolanos a los que cada día se les entraba su funcionamiento, en especial con este Portal de noticias y opinión y con su editor-director, el buen amigo David Morán.
@luisbutto3