Gloria Peralta lleva al menos dos horas sentada en la puerta de una vieja casona con techo a dos aguas esperando que pase un vendedor de cebollas para “darle algo de sabor a los frijoles”, pero las inundaciones producidas por las lluvias de la tormenta Alberto han complicado la tarea de comprar alimentos en su natal Santa Clara, en el centro de Cuba.
Por Reinaldo Escobar en 14yMedio (Cuba)
Peralta y su esposo, José Antonio Rodríguez, apenas recuerdan un tiempo sin estrecheces. “A nuestra generación le tocó apretarse el cinturón en los años 70, cuando pensábamos que después todo iba a ser mejor”, recuerda esta enfermera retirada que junto a su marido gana unos 30 CUC (menos de 30 dólares) de pensión al mes.
“En aquellos años parecía que la libreta de racionamiento era algo que se acabaría pronto”, recuerda Peralta. Instaurado en 1962, el mercado racionado ha sido una de las herramientas de lo que oficialmente se llama “la Revolución Cubana”, pero otros prefieren denominar “el castrismo” o, más popularmente, “esta cosa”.
Desde hace 56 años a través de esta cartilla se distribuyen alimentos a precios subsidiados y en cantidades limitadas. El Estado gasta más de 1.000 millones de pesos cubanos (CUP) al año en subvenciones a estos productos que distribuye cada mes y apenas alcanzan para diez días.
Este sistema de distribución ha modificado la dieta de los cubanos, las recetas tradicionales e, incluso, la forma de hablar. En las panaderías racionadas se vende “el pan” pero cuando se oferta en locales de venta libre entonces pierde el artículo y se queda en solo “pan”.
La libreta, a la que con el paso de los años se le han ido restando productos, ha sido por décadas el blanco preferido de los humoristas, ha causado infinidad de peleas familiares y provocado numerosos infartos o desmayos a las afueras de las bodegas del racionamiento. Tres generaciones de cubanos no conocen una vida sin este documento de páginas cuadriculadas donde cada mes se anotan algunas libras de azúcar, sal, granos y algo de pollo.
Varios estudios económicos de los últimos años apuntan a que se necesita un salario de, al menos 1.200 CUP para poder cubrir las necesidades básicas de un individuo. Con menos de la cuarta parte de esa idílica suma, Peralta y su esposo hace años renunciaron al almuerzo y en el desayuno solo ingieren una tisana de hojas recogidas del patio junto a un trozo de pan.
Nadie puede sobrevivir sanamente consumiendo solo lo que se vende en ese mercado. “Si no fuera porque mi hija, que vive en Nevada, me manda cada mes un paquete con alimentos y algo de dinero estaríamos en los huesos”, reconoce la jubilada. Su esposo enfermó en los años del Periodo Especial, en la década de los 90, de polineuritis, un mal que se extendió debido a la falta de nutrientes.
“Fue en ese momento que tocamos fondo y desde entonces se nos han quedado muchas manías de ahorro”, agrega el marido. En la casa reutilizan el aceite de cocinar una y otra vez, “hasta lo colamos para quitarle la boronilla y seguir usándolo”. Los huevos en el refrigerador tienen escrita una inicial, “G” o “J” en dependencia de quien sea su destinatario.
“Cada mes nos venden diez huevos por la libreta, la mitad a precio subvencionado y la otra a un peso cada uno”, calcula Peralta. “Pero en los últimos años el suministro ha estado muy inestable y la única fuente de proteínas que nos queda es el pollo de la shopping o la carne de cerdo que podemos comprar de vez en cuando en el agromercado”, aclara.
Las tiendas en divisas están mucho mejor surtidas pero la relación entre sus precios y los salarios es desproporcionada. Su apertura, hace más de dos décadas, fue una concesión hecha por Fidel Castro tras la explosión social de agosto de 1994, conocida como el Maleconazo.
“Tuvimos que estar a punto de morirnos de hambre para que permitieran estas tiendas y también los mercados agrícolas no estatales”, recuerda Peralta. En ese momento el Gobierno también autorizó la inversión extranjera y, por primera vez en décadas, permitió el ejercicio del trabajo privado, al que rebautizó con el eufemismo de cuentapropismo.
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