El más pernicioso de todos los tipos de ignorancia diseminados en la especie humana, es la ignorancia aprendida. Ésta se produce cuando la persona, producto de la cosmovisión anclada en su mente, pretende, dogmática y deliberadamente, ignorar, falsear, tergiversar, ocultar, negar, la contundente realidad que le circunda, en tanto y cuanto no se ajusta a su errada, limitada y diminuta concepción de las cosas. El mundo no será nunca de manera distinta a cómo esa persona se empeña en que tiene que ser. Así lo ve, así lo imagina, así lo decreta. La pared es azul, pero el personaje en cuestión grita que es roja. Los unicornios no existen, pero el ignorante que aprendió a serlo cabalga encaramado sobre su mascota mitológica. Entre otros métodos, a esta subdivisión de la taxonomía del desconocimiento se le identifica por el hablar incontinente. Como el universo es de la forma en que de antemano se dictaminó que fuese, el ritornelo insufrible de sentencias incoherentes se repite una y mil veces para ahogar cualesquiera argumentos que contradigan la profecía. Cuando tal práctica se ejerce desde el poder, el asunto alcanza el paroxismo: la cantaleta se impone obligatoria.
Una de las principales razones de la ruina que por décadas experimentó la agricultura de la fenecida Unión Soviética, fue la nefasta actuación de la dupla Stalin-Lysenko. Para decirlo en términos conceptuales, la combinación entre el voluntarismo político y la improvisación producto de la sumisión también política que se disfraza de ciencia. Para hacer el cuento corto, ocurrió que como las leyes de la genética contradecían los fundamentos del materialismo dialéctico, fueron vetadas desde que se tuvo noticia de ellas. Uno de los argumentos utilizados al respecto fue que el conocimiento asociado a tales leyes no estaba en consonancia con lo considerado prioritario en los planes de construcción del socialismo. La oscuridad fanática se implantó en los centros universitarios de la tierra de los Urales.
¿Resultado de esta absurda historia? Millones de soviéticos sufrieron y murieron de hambre por el estancamiento de la producción de alimentos, en especial de cereales, en un país que debió ser próspero por los recursos naturales con los que contaba, pero que jamás llegó a serlo pues la estulticia lo condenó al atraso. Tal disciplina académica no se acopla a los intereses del país, se gritaba desde las reforzadas habitaciones del poder, y quienes no merecían el honroso título de científicos aplaudían a rabiar y a coro decían amén, pese a ser oficialmente ateos.
La ignorancia aprendida trajo como consecuencia que la ignominia cubriera a la dirigencia soviética cuando, por tener que comprarle a la dictadura argentina de la década de los setenta del siglo pasado productos agrícolas que en la U.R.S.S. brillaban por su ausencia, hubo de guardar silencio cómplice frente a los crímenes que esta satrapía cometió. El aprendizaje inequívoco de experiencias como la aquí narrada se resume en el hecho de que sólo con absoluta e irrestricta libertad, léase sin injerencia alguna gestada desde el poder omnímodo que no comprende la dinámica de la realidad verdadera, vale decir la contraria a la que desde la óptica del que mal manda se quiere construir e imponer, pueden las universidades crear conocimiento que genere beneficios tangibles a la sociedad. Lo demás es la gramínea desprendida de la trilla.
A la ciencia es innecesario decirle adonde ir. Por ser ciencia, de sobra, ella conoce el camino. La entorpecen los esclarecidos que pretenden guiarla.
Historiador
Universidad Simón Bolívar
@luisbutto3