Héctor Aveledo Urbaneja, en su columna del diario El Universal del 1º de agosto del citado año (“La cuartilla andariega: ¡Embromado, pero en Caracas!”), comentó a Villanueva. Éste, al plantear el crecimiento de las principales capitales de América Latina, dijo que el problema caraqueño no era (sólo) el de los llamados “cinturones de miseria”, sino el de la “compresión” de los habitantes en reducidos espacios urbanos. Además de las migraciones internas, ya de varias décadas, la geografía y topografía de la ciudad capital, facilitaba el aumento de la densidad de la población. Era el tema que predominaba por entonces, pues, la ciudad y su suerte inquietaban a la opinión pública.
Refería Aveledo Urbaneja: “Lo cierto es que es tan reducido el espacio, que cualquiera enferma con tan solo salir a la calle en días de labor, en nuestra Sultana del Ávila. El intenso tránsito urbano y la multitud de sobre saltos para peatones y conductores, la falta de una buen sistema de comunicación urbana, por más esfuerzos que se hagan para lograrlo, está haciendo de nuestra urbe una ciudad de neurasténicos. Con el tiempo se irá haciendo más intenso aquello de ir monologando o ‘hablando solo’”.
Y, en verdad, hubo, hay y siempre habrá gente que vaya por la calle hablando consigo misma.
Villanueva pensaba que Caracas debía extenderse hacia el oriente y el occidente. Y, aunque nos parezca una exageración la opinión de Aveledo Urbaneja, muy bien recoge la idea que tenían los caraqueños, nacidos o criados acá, de una metrópoli que formal o legalmente fue, lo que hoy se conoce como su pequeño casco histórico, siendo una parroquia foránea Antímano o Macarao, por no decir lo lejos que se consideraba el extremo este (Plaza Venezuela, Chacaíto, Chacao y ni qué decir de Petare o El Hatillo y sus aledaños). Todavía estaban en construcción o apenas construido, las autopistas. El Pulpo era toda una novedad.
Esa Caracas tan intranquila, de una agitadísima vida diurna y nocturna, no tenía la vialidad de la que más tarde supo. Segura y todavía afable, parecía lo más cercano a la locura. Ya las viejas urbanizaciones estaban cediendo sus espacios a grandes complejos residenciales y comerciales. La masificación de las clínicas privadas, vendrá más tarde. Sus edificios eran cada vez más altos y, aunque predominaba el arrendamiento, proliferaba la oferta de los apartamentos (denominación definitiva frente a los antiguos “departamentos” o “apartamientos”), vendidos en propiedad horizontal.
Esa apretada ciudad, en vías de extenderse, tuvo mayores y mejores oportunidades de movilidad con el Metro, cuya construcción comenzó a finales de los años setenta y, ya a principios de los ochenta, estaba en funcionamiento entre Pro-Patria y Chacaíto, toda una revolución urbana. También ayudó a descongestionar las calles y avenidas, enlazando y familiarizando aún más al habitante de un punto cardinal con otro. Eficaz, pulcro y seguro medio masivo de transporte, le fue cambiando el rostro a la metrópoli.
Con el tiempo, la ciudad se hizo – justamente – menos apretada, con su expansión. Las que fueron calles largas y reconocidas, fueron ensanchadas para ostentar la jerarquía de avenidas. Por ejemplo, ocurrió con las hoy conocidas como la Baralt, Libertador y Fuerzas Armadas. Aunque su construcción supuso una selección de los inmuebles a demoler e, incluso, árboles a derribar, para realizar el proyecto. A veces correcta y, otras, incorrectamente, según se mire.
Una gráfica tomada en plena construcción de la Avenida Fuerzas Armadas, publicada por la revista “Crónica de Caracas” (1958), nos permite observar al fondo la fachada principal que tenía la Iglesia Corazón de Jesús, demolida para facilitar la importante arteria vial. En otra entrega de la revista (1979), detallamos la desaparición de uno de los caobos centenarios, autorizado por el Ministerio del Ambiente, en el ángulo noreste de la Plaza de La Misericordia, que permitió el acceso a la estación del Metro. En la cámara de Pedro Bargalló, en los sesenta, publicada por la revista Élite hacia 1969, podemos detallar los cambios experimentados por la esquina de La Bolsa para lograr uno de los accesos a la estación de Capitolio. Como vemos, la ciudad para hacerse menos densa, tuvo que sacrificar una cuota de su memoria arquitectónica. Ciertamente, también lucía una estampa muy abigarrada de casas y edificios alfilerados en calles demasiado estrechas.