Aberdeen y otros lugares de Escocia se han convertido sin mucho alboroto en pequeños oasis para refugiados que huyen de los conflictos sociales y el colapso económico en Venezuela.
Escocia es una ciudad antigua sobre el gélido Mar del Norte en la costa de Escocia, conocida por su arquitectura de edificios de granito, numerosos pubs y parques, y gente amable que habla en un dialecto regional lírico pero muchas veces ininteligible para el extraño.
Los venezolanos comenzaron a llegar a Escocia hace más de un decenio, atraídos por una cosa que los dos países, muy diferentes en todo lo demás, tienen en común: la industria petrolea. Buena parte de la economía de Aberdeen está vinculada con la producción de petróleo y gas en el cercano Mar del Norte. Así que cuando la industria estatal petrolera venezolana empezó a trastabillar, cierta cantidad de personas vinieron a trabajar a Escocia.
Esa fue la semilla de una pequeña pero cada vez mayor comunidad. Los nuevos refugiados Carlos y Nathaly Hernández, con sus dos hijas y un hijo adolescente, habían esperado escapar del caos y la delincuencia mudándose a Miami, donde ya vive una comunidad venezolana significativa. Pero temiendo que fuera difícil vivir legalmente a largo plazo en Estados Unidos, pronto pusieron la mira en Escocia.
La transición no ha sido fácil: encontraron la comida desabrida, no hablaban inglés, y mucho menos la variante local, y el tiempo fue un choque fuerte en comparación con la cálida Caracas.
“Todo lo veía muy gris”, recordó Nathaly Hernández de su llegada a Aberdeen. “En ese momento, las niñas se pusieron a llorar. Es una ciudad gris, no les gustó”.
Para los exiliados venezolanos, la experiencia de los Hernández suena dolorosamente familiar.
Él era veterinario y agricultor de buena posición, y ella, contadora y miembro de la directiva en una empresa de telecomunicaciones. Vivían en una comunidad cerrada en las afueras de Caracas, sus hijos iban a escuelas privadas y se iban a vacaciones a Miami y Orlando.
Ahora, Carlos pedalea su bicicleta medio oxidada a su trabajo de lavaplatos en un restaurante. Nathaly pasa las noches limpiando habitaciones de hotel. Y todos viven en un pequeño apartamento junto a un cementerio antiguo.
Pero las niñas, Ana, de 9 años, y Sophia, de 6, pueden hacer algo que era impensable en Caracas, ciudad abrumada por la delincuencia: jugar afuera sin temor.
“Los parques, la playa, aquí no hay peligro, no es como en Venezuela, donde no podía salir a jugar afuera”, dijo Ana en una mezcla de español e inglés.
La familia Hernández logró sobreponerse a la situación en Venezuela mucho más tiempo que otros.
Ellos y sus tres perros —Jesús Alberto, Fucho y Princesa— vivían en el Country Club Los Anaucos en una casa en una montaña que ofrecía una vista magnífica de Caracas. Carlos Hernández tenía una granja y se dedicaba a la compraventa de cerdos, ganado y pollos, lo que significa que nunca les faltó comida, incluso cuando los alimentos comenzaron a escasear pronunciadamente en los últimos años. Incluso cuando la violencia envolvió a la capital y los robos se dispararon, la familia vivía “aislada del mundo”, dijo Nathaly Hernández.
“No veíamos la realidad de lo que ocurría”, contó. “Nuestra realidad era diferente”.
Pero esa realidad se vino abajo en julio del 2017, cuando ocho adolescentes armados que buscaban dinero entraron a la fuerza a la granja de Carlos Hernández y mantuvieron de rehenes cuatro horas al hombre y sus empleados. Lo liberaron después de convencerlos que era el veterinario, no el dueño.
“Cuando llegué a casa, le dije a mi esposa: ‘Haz las maletas, nos vamos de Venezuela”, dijo Carlos Hernández.
La familia se fue primero a Miami. En años anteriores viajaban al sur de la Florida con las maletas vacías, con el plan de llenarlas con ropa y otras cosas que compraban en los centros comerciales Sawgrass y Dolphin. Esta vez, llenaron las maletas con tantas pertenencias como les fue posible.
“Nunca he llorado como lloré en ese vuelo”, dijo Nathaly Hernández.
Se quedaron con amigos venezolanos en Miami, quienes le rogaron que se quedaran y solicitaran asilo en Estados Unidos. Pero la familia sabía que no tenía buenas probabilidades de que les concedieran el asilo. Y al no querer vivir en Miami ilegalmente, Carlos y Nathaly se mudaron a España, pero las perspectivas de empleo allí resultaron malas. Después de hablar con un amigo que vivía en Escocia, la familia decisión asentarse en Aberdeen.
Esta ciudad de menos de 200,000 habitantes en la costa noroeste de Escocia, mucho menos importante que zonas metropolitanas como Edimburgo y Glasgow. Pero Aberdeen ha sido un centro industrial importante desde los años 1970, cuando llegaron las compañías petroleras para explotar la riqueza del Mar del Norte.
Las fortunas de la ciudad han subido y bajado con los vaivenes del mercado petrolero, pero uno de sus auges coincidió con una ola de violencia a miles de millas de distancia.
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