Exacerbado el colapso en todos los ámbitos de la vida nacional, mal podemos descuidar el que también deliberadamente aqueja a la universidad. La dictadura ha empleado sus más afiladas armas para agredirla y, deseándola extinguida, niega el debido presupuesto, está satisfecha por el asedio hamponil y no la inmuta la alarmante deserción de estudiantes y docentes que ha promovido, indudablemente.
Gracias a las viles maniobras judiciales, las universidades no han logrado realizar sus autónomos, limpios y puntuales comicios, prolongándose el ejercicio de las autoridades. A pesar de ello, están planteadas otras maniobras de un cinismo vergonzoso, pretendiendo que la espuria constituyente dicte una “ley constitucional”, toda una nomenclatura de la horridez, para nombrar fraudulentamente los equipos rectorales.
Las tablas salariales del profesorado, impuestas arbitrariamente por el régimen, escandalizan. Además, muy por debajo de lo decidido por la tercera convención colectiva, realizada sólo con los adeptos, dicen decretar el fin de la civilidad universitaria en Venezuela, pues, todo indica que sólo sobrevivirá la educación superior militar.
Por muchísimo menos de lo comentado, en décadas anteriores, los que hoy ocupan a Miraflores, incendiaban la pradera en nombre de la autonomía de la que ahora reniegan. Beneficiarios de los viejos presupuestos del sector y de la fianza política que les extendía, conforma la nomenklatura del horror: la del califato biométrico y delictivo en el que nos hemos convertido.
El profesorado universitario ha insistido en su lucha, a pesar del receso académico. Empero, frente al horror, necesitan de nuestra más amplia y decidida solidaridad, añadida la lucha del estudiantado, como lo ha hecho quien se niega a sacar el tal carnet de la patria y a apostillar.