Toda zona de frontera es compleja, una realidad siempre traumática. Junto al tránsito de personas y mercancías—lícitas tanto como ilícitas—transitan los conflictos, la pobreza, la explotación, la miseria humana y la dignidad ultrajada del migrante. Con frecuencia, también camina por allí su esperanza. Todo lo cual transcurre de manera transparente.
Y, sin embargo, el puente internacional Simón Bolívar entre Colombia y Venezuela es de otra dimensión. Esa angosta cinta de asfalto y sus zonas aledañas—las “trochas”, senderos que eluden el control migratorio—son escenario de algo difícil de describir.
Si el cliché “éxodo de proporciones bíblicas” tiene alguna capacidad descriptiva, debería ser allí. Desde 2014 y hasta el 30 de junio pasado 2.3 millones de venezolanos abandonaron su país. Desde 2015 y hasta la fecha, cerca de un millón de ellos ingresaron a Colombia, un flujo migratorio que seguirá creciendo. La vasta mayoría de ellos lo hacen a través de dicho puente sobre el río Táchira.
La foto que acompaña esta columna fue tomada por mí. Una imagen vale más que mil palabras, otro cliché, aunque a veces no alcanza ninguna imagen y la palabra apropiada es difícil de encontrar. E igual hay que escribirlo, como se pueda. Ni foto ni palabras se aproximan al mundo de los sentidos cuando uno se involucra con ese reducido espacio geográfico.
Es que los sentidos invaden y abruman, de hecho, y el lenguaje es mezquino en el intento de asimilar una realidad que desborda, así como desborda a la autoridad migratoria colombiana, según confesión sincera del canciller Carlos Holmes. La cual no obstante continúa con su “política de brazos abiertos”.
Ser testigo de esa realidad significa observar con detenimiento los rostros resignados de los mayores, la mirada triste de los niños, las lágrimas de sus madres. Hay que mirar a aquel que cruza ese puente con una mochila en su espalda, donde lleva la totalidad de sus pertenencias.
Hay que afinar el ojo cuando aparecen corriendo por las trochas aquellos que eluden al Estado, pues eludir al Estado es la socialización básica, parte de la supervivencia del venezolano de a pie. De a pie en sentido literal, además.
Hay que escuchar sus relatos, su larga historia de privaciones causada por una crisis que no comenzó ayer. Tanto como el relato de quien fue testigo de una madre que cruzó ese río con el agua hasta la cintura y su bebé en brazos, para perderlo arrancado por la corriente. O la explicación de los niños venezolanos en un bus, solos, sin mayores, que cada día van y vuelven para ir a la escuela “en Colombia”.
Hay que mezclarse con el necesitado en la casa de la Divina Misericordia, donde el Padre José David Cañas sirve 2500 almuerzos diarios. Hay que oler esa comida. Hay que respirar el humo de su cocina. Hay que transpirar el calor pegajoso de Cúcuta y las ollas hirviendo al aire libre junto a una muchedumbre con hambre.
También estaba allí Luis Almagro, constituido en símbolo de esperanza y protector del venezolano oprimido. Hay que meditar sobre los pedidos de “tan solo un abrazo”, el ruego de “una foto con usted”, el desahogo susurrado en su oído por ese venezolano sollozante. Hay que reflexionar sobre aquel que le suplica ayuda, pero más sobre los cientos, los miles, que tan solo le imploran que los libere de Maduro.
Es desgarrador, por decir lo menos, lo que se observa en el Centro de Atención Transitorio al Migrante. Las habitaciones colectivas, el hacinamiento de hombres, mujeres y niños que buscan un techo, aunque más no sea por unos días. Es inenarrable, a pesar de este pretendido intento de narración.
Venezuela es un país en caída libre, con una economía colapsada, sin ley ni justicia, con un Estado fallido y bajo la opresión de una mafia criminal que siempre deslinda su responsabilidad en terceros. Como su relacionista público a tiempo completo Rodríguez Zapatero, para quien el éxodo es consecuencia de las sanciones económicas impuestas al régimen. Medio siglo más tarde, un script extraído de algún museo del castrismo paleozoico.
Pues esa mafia es responsable de cometer crímenes de lesa humanidad: la persecución sistemática, el encarcelamiento de opositores, la tortura y la ejecución extrajudicial, entre ellos, pero también la denegación de alimentos y atención medica usada como arma para dichos fines criminales. A consecuencia, las víctimas de dicho ataque sufren hambre, desnutrición y enfermedad.
Esas víctimas son los migrantes de hoy, los caminantes de los Andes, los que cruzan el Táchira a pie, los que recurren a la caridad, los que se hacinan en un refugio de migrantes. Son ellos quienes huyen de una masacre que no es causada por una guerra ni por un desastre natural, sino por una deliberada política de Estado: el hambre y la enfermedad.
Pues según el Estatuto de Roma también es un crimen de lesa humanidad la deportación o el traslado forzoso de la población, el desplazamiento masivo ya sea por expulsión u otros actos coactivos. No imagino mayor coacción que hambrear y enfermar a un pueblo.
@hectorschamis