¿Son en sí mismos desagradables los contrastes expresados, captados, sentidos y vividos en la realidad cotidiana? Por supuesto que no. De hecho, es todo lo contrario: sin ellos jamás podrían apreciarse los cuadros radicalmente hermosos que día a día se sobreponen para ayudar al disfrute y solaz del viandante de la vida. Quién podría negar que sólo después de largas y cerradas noches es posible apreciar la infinita belleza de límpidos amaneceres. Incluso las noches se tornan preciosas cuando el brillo de la luna estalla y pareciera acariciar los entresijos del alma de quienes la contemplan. Asumir la contradicción irresoluble que es el ser humano es lo que permite entender la profunda y contundente verdad encerrada en el canto de la inmortal Violeta Parra, al decir que gracias a la dicotomía risa y llanto es factible distinguir la dicha del quebranto. La existencia como sabia e irremediablemente es.
Lo aborrecible, lo inaceptable, lo injusto, lo condenable del contraste es cuando se aprecia entre, por un lado, la opulencia y el sinsentido del poder, una vez éste muestra, sin ambages ni prurito, la tosquedad, la ramplonería, la crueldad y la desvergüenza que nunca debió tener y, por el otro, la inenarrable miseria de aquellos a quienes dicho poder aplasta como resultado de sus acciones, empeñado como está en desdibujarles la condición de ciudadanos para convertirlos en míseros súbditos de la dominación impuesta. Deplorable contraste si se le piensa en términos conceptuales al caer en mientes que, por definición, la única y aceptable razón de ser de todo poder es servir a quien gobierna para enaltecerlo en la individualidad que lo identifica; es decir respetar y hacer valer su condición humana. Apartado de u opuesto a ese objetivo, el poder se torna bastardo, innecesario, injustificado. Sobra. Estorba. No hay mayor abominación que la del rostro del poder cuando olvida la génesis intrínseca de su existencia, no otra sino la búsqueda de la armonía social.
El contraste entre poder y gobernados es inmoral y perverso cuando en el espacio minúsculo de la sociedad en que aquél se mueve, se atrincheran la jactancia, la prepotencia, la bravuconería, la ignorancia, la ineptitud, la burla y la indolencia, mientras que, en el inmenso espacio ocupado por los más, el sufrimiento se vuelve norma. Los más, los que cada uno en su particularidad están condenados a transitar días exasperantes que de antemano se sabe, dado el contexto abrumador en que transcurren, no culminarán sin dejarles imborrables laceraciones en cuerpo, alma y esperanza. Es, para graficarlo, la infinita soledad del que espera en una sala de hospital el desenlace que se avizora inevitable, cuando en otras condiciones no habría tenido que ser así. Es, para ejemplificarlo, la humillación del que soporta la inclemencia del sol y arrastra el cansancio de años para cobrar la miserable pensión que se ganó, que nadie le regaló, pero que el poder le escamotea. Es, para describirlo, la indetenible reducción de nutrientes del que frente al mostrador no puede pagar los alimentos. Es, para dibujarlo, el hambre animal que obliga a despedazar bolsas de desperdicios en procura de algo para llevar al estómago. Es retórica la pregunta: ¿se puede trazar un cuadro más contundente para explicar la angustia?
No debe olvidarse: es una blasfemia anteponer apetitos de poder y estulticia ideológica al dolor del desamparado.
@luisbutto3