La necrológica aparecida en el Tamba Bay Times el 29 de septiembre pasado no decía demasiado sobre su final. Más bien era una descripción de su vida profesional, llena de logros, de su ex esposa, de su hijo, de sus hermanos, sobrinos. Nada sobre su decisión más abrupta y el tormento que vivió los últimos años, desde que le dijeron que era demasiado mayor para algunos puestos en la industria de la informática.
Por Infobae
Geoffrey F. Weglarz (Corbis), de 61 años, terminó con su vida el 24 de agosto. Lo hizo luego de investigar en la dark web una forma no traumática de morir. Subió a su automóvil aparcado en una calle de East Village, Nueva York, se puso detrás del volante y bebió un veneno. “Esta cosa tiene un gusto tan feo como pensé que sería”, fue lo último que le escribió a su hermana desde su teléfono. A los pocos minutos, dejó de existir.
Pasó un día. Dos. Tres días. Cuatro. Cinco. Seis. Siete días. Finalmente, un vecino llamado Anthony Greenheck, que caminaba por la noche con su perro en la East 12th Street, lo vio detrás del volante, sentado, sin moverse. Llamó la atención, pero supuso que era un chofer de Uber que había preferido dormir en su auto antes que volver a casa. 48 horas después, volvió a ver la imagen y supo que algo no estaba bien: golpeó a su ventana y el sujeto allí no se despertó. Llamó de inmediato al 911.
La Policía de Nueva York descubrió que un tal Geoffrey Corbis había muerto de “causas naturales dos días atrás”. Nada de eso era verdad. Lo habían estado buscando desde hacía una semana por denuncias de su hermana Pamela y de su hermano Larry, quienes no fueron atendidos como pretendían por las autoridades locales, según denunciaron al diario The New York Times.
Luego se conoció la historia detrás de este hombre que tenía una carrera prometedora en el mundo de la informática y que terminó matándose con un veneno en el interior de su automóvil, en absoluta soledad, sin que nadie se preocupara por él mientras caminaban a su lado. Fue ignorado en vida, pensó durante sus últimos años. Fue ignorado en la muerte, hubiera creído.
Geoffrey Corbis era un alias que debió adoptar para intentar darle un giro a su vida en medio de un conflicto policial. Su apellido original era Weglarz. Nació en Florida, en 1957, en el seno de una familia muy numerosa.
Sus años de juventud los pasó estudiando programación, ciencia y tecnología. Era un experto. Trabajó en grandes compañías: Hyperion Solutions -en Nueva York– fue en la que más creció. Ganaba muchísimo dinero. Hizo trabajos en conjunto con universidades renombradas: Harvard, Yale… Se casó, tuvo un hijo. Su vida era exitosa. Hasta fundó una compañía de teatro, un sueño de juventud. Conoció Asia, Europa y todo el país. Era pleno. Feliz.
Pero de la noche a la mañana, algo cambió en él y comenzó un descenso en su vida. Hasta perder absolutamente todo. Cuando Hyperion fue adquirida por Oracle en 2007, le ofrecieron otra posición en la compañía, que no aceptó. Lo veía como una ofensa y Geoffrey decidió partir. Consiguió un trabajo en Dell, como director de desarrollo.
Se divorció. Veía menos a su hijo, Elias. Debía viajar semanalmente a Texas por su trabajo hasta que finalmente se cansó de tanto esfuerzo y decidió renunciar a Dell. Era 2011 y los Estados Unidos estaban comenzando a despegar de la gran crisis que aún golpeaba su economía y el empleo.
La frustración crecía al mismo ritmo que su desesperación. Aplicó a 481 trabajos sin suerte. Su edad era ya una barrera. Recurrió a sus ahorros -casi medio millón de dólares- hasta gastarlos. Su seguro de desempleo estaba próximo a terminarse.
Hasta que finalmente, el 26 de marzo de 2013, un desagradable episodio en un restaurant de comidas rápidas lo obligó a cambiar de identidad. Fue luego de discutir con una empleada que estaba embarazada y lanzarle un sandwich a su rostro. Salió en las noticias. Las búsquedas de internet bajo su nombre –Geoffrey Weglarz– no ayudarían a que consiguiera trabajo. ¿La solución? Cambiar de nombre: Corbis. Quizá también cambiaría su suerte.
Volvió a un antiguo amor: el teatro. Y comenzó a actuar en un teatro público de Connecticut. Sin salario, pero era una distracción en medio de tanto tormento.
Finalmente, durante una visita a Florida, hacia junio de este año, recibió lo que parecía ser una gran noticia. Una compañía sin fines de lucro lo contactó para que fuera el jefe de tecnología del emprendimiento. Estaba feliz. Hasta que supo que su puesto no era a tiempo completo y que no recibiría salario. ¿En qué demonios estaban pensando cuando le ofrecieron el empleo?
No funcionó y arribó a Washington DC, donde consiguió pequeños empleos de bajos salarios. Su depresión era insostenible y él no disimulaba en demostrarlo. Al extremo que en una ocasión llamó a su hermana Pamela para comunicarle lo que había conseguido: veneno. “De esta forma, cuando esté preparado, podré irme sin dolor y rápido”, le dijo.
La angustia de Pamela fue total. Su resignación, también. “Estaba muy racional. Muy resuelto”, le dijo la mujer a The New York Times. Un par de meses después, recibiría el último mensaje de texto: “Esta cosa tiene un gusto tan feo como pensé que sería”.
En esa calurosa semana de agosto, Geoffrey tomó la dramática decisión de terminar con su vida. Antes le envió otro mensaje a un amigo entrañable de la juventud, con quien soñaron un futuro de actuación y teatro. Fue él, Sal Biagini, quien alertó primero a la policía.
Los oficiales rastrearon la señal de su celular. Le indicaba una dirección: el número 520 de East 12th Street. Ingresaron a ese edificio pero no hallaron nada. Biagini insistió y fue hasta una estación de policía. Le preguntaron si la supuesta víctima era residente de Nueva York. “No”, respondió el actor. “Entonces no podemos ayudarlo”.
Sus hermanos también se desesperaron. Se contactaron con los oficiales que también replicaron de forma burocrática. Tres días después de que había enviado los mensajes de texto, finalmente pudieron completar los pedidos de búsqueda de una persona perdida en Tampa, donde vivían ellos, para que fuera enviado a Nueva York. Más burocracia. Más demoras.
La preocupación ya no era encontrarlo con vida. Intuían que su hermano estaba muerto. Pretendían que las autoridades lo hallaran en condiciones para poder enterrarlo sin que su cuerpo se hubiera descompuesto. Querían darle una despedida plena.
Hasta que Larry Weglarz les informó a los agentes que su hermano también usaba el nombre Corbis. Fue clave para que los investigadores rastrearan su vehículo, que estaba a su nombre. Las cámaras de seguridad registraron el ingreso del automóvil a la ciudad. Sin embargo, tampoco podían hallarlo.
Vecinos, niños, oficiales de tránsito… todos pasaron al lado del vehículo sin reparar en el cadáver en su interior, detrás del volante. Algunos se quejaban de que en el vecindario había un olor nauseabundo, pero nadie recorría la manzana buscando el origen del tufo.
Finalmente, Greenheck -el vecino paseador de perros- lo encontró por casualidad. O curiosidad. La familia de Weglarz se indignó con la policía. “Se supone que están para ‘Proteger y Servir’. Nunca en mis peores sueños pensé que no podría acudir a la policía por ayuda”, se enfureció Pamela.
Geoffrey fue cremado en septiembre pasado. Ahora planean esparcir sus cenizas por Manhattan, el lugar donde ya muerto pasó inadvertido para cientos de vecinos que pasaron por su lado. Y donde vivió sus años más felices.