Fui parte de una jornada de discusión sobre el tema en el Miami-Dade College. Expertos y expresidentes de la región fueron convocados por la Iniciativa Democrática de España y las Américas, IDEA, con una pregunta: “¿El crimen organizado secuestra las democracias en América Latina?” Mi respuesta breve fue “sí, sin ninguna duda”.
La larga incluye una elaboración de la historia reciente. Sugiere que el secuestro de la democracia, una metáfora, es consecuencia de una no-metáfora, la captura del Estado. Capturado para ser fragmentado, esto es, desde el punto de vista del ejercicio de la soberanía territorial y de su funcionamiento burocrático. Como en México, la ilustración más dramática de la penetración de los carteles en el Estado subnacional, una suerte de “federalismo del narcotráfico”.
Es que no hay Estado, en el estricto sentido del término, sin centralización política y administrativa. Ello como condición necesaria para impartir justicia, recaudar impuestos y monopolizar los instrumentos de la coerción. Capturarlo y fragmentarlo, entonces, para constituirse en Estado paralelo, léase controlar el territorio, imponer su propia tributación y usar la violencia con impunidad.
Y sin Estado no puede haber democracia. Allí tiene el lector el manual de instrucciones del crimen organizado en la región.
Es una historia que comienza en los primeros años de este siglo con el súper-ciclo de precios internacionales. La región encontró términos de intercambio que no había tenido en toda su historia. El boom de las commodities puso una descomunal cantidad de recursos a disposición del Estado, especialmente en aquellos exportadores de petróleo y minerales. El monto de dinero en la política, en consecuencia, fue igualmente exorbitante.
Fue una época de redistribución de ingresos, las nuevas clases medias. En la mayoría de los casos por medio de políticas procíclicas—gastarse la afortunada bonanza a expensas del ahorro y la inversión—que además fueron implementadas de manera clientelar: dádivas del fisco, decisiones discrecionales de un líder más o menos carismático. O sea, el carisma de una billetera abultada.
Así se alimentó el sueño de la perpetuación. De un periodo a dos, de dos a tres, de tres a la reelección indefinida; una idea que hubo que financiar. Eliminada la norma de la alternancia en el poder, el régimen político de esta postdemocracia ha estado definido por la corrupción. Un sistema nuevo en competencia con los partidos políticos en su misión específica: controlar el territorio, seleccionar candidatos y financiar campañas.
Se trata de la colusión de la política con el crimen, sino de la captura de la política por el crimen. Una estrategia hemisférica, debe subrayarse, hecha política exterior. Es decir, plasmada en organizaciones multilaterales, por ejemplo ALBA, CELAC y Unasur, y creando espacios de divulgación en la sociedad civil, por ejemplo el Foro de São Paulo. Los fondos originaron en PDVSA y Odebrecht, ascendieron a miles de millones de dólares y llegaron a casi todos los países de la región, según las confesiones de los 77 ejecutivos arrepentidos.
Esa es la cara desagradable de la globalización. Las fronteras abiertas y el libre comercio permiten la circulación de bienes y servicios pero también de un sinnúmero de ilícitos. La corrupción se fusiona así con el propio Estado. No es casual que las platas de la obra pública terminen junto a las del narcotráfico y el terrorismo en la misma lavandería. No hay más que recordar los pasaportes venezolanos que Tareck El Aissami le vendió a Hezbollah. Piénsese en términos de modelo de negocios: es un conglomerado industrial sectorialmente diversificado.
Todo esto, a su vez, anclado en un discurso progresista, una narrativa manufacturada en La Habana que por más de medio siglo ha cautivado a una buena parte de la intelectualidad y la izquierda, aun la democrática. Pues es pura hipocresía, para la dictadura más antigua del continente solo se trata de evitar otro periodo especial—la recesión de los noventa—ahora financiándose con petróleo venezolano y negocios conexos.
Ello mientras subcontrata el trabajo sucio, la corrupción y el crimen organizado, en el exterior. La casa propia la mantiene muy pulcra. Allí el sistema de partido único conserva el férreo control del Estado, en especial de sus funciones represivas. Si eso es el progresismo, pobres aquellos de nosotros que nos decíamos progresistas.
@hectorschamis