La imagen del siglo XXI es la de multitudes que huyen. ¿Quién puede olvidar la foto de Alan Kurdi, el niño de tres años ahogado en el Mediterráneo mientras su familia sirio-kurda intentaba huir del infierno organizado por los rusos para sostener al déspota Assad? Parecía que estaba dormido, (más bien “dormidito”, era tan pequeño y bonito el crío). O las imágenes de las caravanas de centroamericanos, especialmente hondureños, que intentaban cruzar la frontera rumbo a Estados Unidos. O la de los negros subsaharianos que viajan hacinados en pateras rumbo a un incierto destino europeo de drogas, prostitución o, en el mejor de los casos, de venta de mercancías falsificadas en improvisados tenderetes.
Hay que hacer algo. El fenómeno es universal. Los pobres, los perseguidos y machacados por la represión política, saben que hay un mundo mejor y que está en otra parte al alcance de una balsa, de un camino intrincado o de un río limítrofe. El cine, la televisión, las redes sociales dan noticias constantes de esas naciones felices en las que es posible soñar con un futuro distinto. Cuando se sabe que estamos condenados a vivir mediocremente bajo las botas de los opresores surge la necesidad psicológica de escapar.
Fue lo que ocurrió en 1980 cuando Fidel Castro anunció que le quitaba la protección a la embajada de Perú en La Habana para que se asilara quien quisiera. El Comandante pensaba que serían unas pocas docenas. Entraron once mil personas en pocas horas. Todas las que cabían milímetro a milímetro. Fue un drama insólito. Era la avanzadilla audaz de los millones de cubanos que se habían cerciorado de que sus vidas serían inevitablemente miserables y nada podían hacer por mejorarlas porque el gobierno se interponía con sus prohibiciones y controles absurdos.
Irse del país para siempre se parece a la decisión de los suicidas. Los suicidas se quitan la vida cuando no les ven salida a sus desdichas. Fue esa urgencia la que nutrió a las caravanas centroamericanas. Eran sociedades fallidas sin esperanzas de mejorar. No es la pobreza. Pobres hay en Panamá y en Costa Rica y no hay naturales de esos países en medio de la riada de inmigrantes centroamericanos. Panamá y Costa Rica, a trancas y barrancas, son democracias liberales en las que es posible soñar con un futuro mejor. Pobres había en la Venezuela prechavista y el país seguía recibiendo ilusionados inmigrantes. El éxodo es la consecuencia de la desesperanza.
¿Qué se puede hacer? Lo primero, es aliviar a las víctimas. Curarlas. Alimentarlas. Devolverles la dignidad perdida. Lo sé porque fui una de esas víctimas. En septiembre de 1961 llegué a Miami desde La Habana en un vuelo que traía asilados de la embajada de Venezuela en Cuba. Tenía 18 años. No me dijeron lo que tenía que hacer, sino me dieron los instrumentos para que yo decidiera cómo procuraba mi propia felicidad y la de mi familia.
Desgraciadamente, esto es algo que no se puede dejar al método democrático. Las sociedades suelen ser inclementes con los extraños. Tal vez es parte de nuestra carga genética. La única gran concentración que conocieron los cubanos en 1939 fue convocada para cerrarles el paso a los pobres judíos que huían del horror nazi. Dicen los periódicos de la época que 40 000 habaneros se congregaron a oponerse a esta inmigración. La imagen de los habitantes de Tijuana tirándoles piedras a las caravanas centroamericanas son una elocuente expresión de estos rechazos atávicos.
La falsa idea de que “nos quitan los trabajos”, o el cálculo mezquino de que “vienen a utilizar nuestros limitados recursos públicos” suele prevalecer ante el débil instinto solidario. Por eso no se puede dejar al buen juicio de la mayoría. La mayoría es muy cruel cuando se trata de personas que adoran a otros dioses, tienen un color diferente o hablan otra lengua. Pero hay que hacer algo.
Publicado originalmente el elblogdemontaner.com