En caso de ser contemporáneo con los hechos que narra, hay ocasiones en que la gratificación que encuentra el historiador en su trabajo es infinitamente superior a lo normal. Coincidencias temporales en que la labor del historiógrafo adquiere ribetes maravillosos, fantásticos, admirables, ya que maravillosos, fantásticos, admirables, son los hechos que debe contextualizar, explicar e interpretar. Uno de esos momentos magistrales ocurre cuando se activa la incansable lucha de los pueblos por conquistar su libertad.
No hay autoritarismo ni totalitarismo lo suficientemente poderoso para hacer frente a la infranqueable decisión de la gente, cuando ésta se convence en su fuero interno que llegó el momento de decir basta y en consecuencia grita durísimo «largo al carajo los opresores» para que la escuche el mundo. Es el instante decisivo, imposible de ser revertido, en que la ciudadanía se pone en marcha, como antes no la había hecho suficientemente, y decide, confiando en sus infinitas capacidades, desmontar oprobiosos sistemas tiránicos, para en sustitución construir países dignos, grandes, prósperos, donde se borren para siempre las inadmisibles exclusiones camufladas por discursos destemplados y falaces, inherentes a revoluciones que por definición son malévolas al rendirle culto a la violencia, y donde desaparezcan de una vez por todas las mezquindades transmutadas políticas de gobierno por facinerosos que pretenden preservar el poder usurpándolo.
Cuando el despertar definitivo de la gente ocurre, para acallarlo y doblegarlo resultan insuficientes e infructuosas las mentiras, la desinformación, el actuar de los mecanismos de represión, el chantaje practicado a partir de la necesidad, las bravuconadas y amenazas de los acostumbrados a maltratar y vejar amparándose cobarde y arteramente en el mal uso de las ventajas del poder. No hay gobierno opresor que pueda detener la avalancha de una sociedad cuando el alud que se desata está suficientemente motivado, organizado, disciplinado, consciente y eficazmente movilizado. Si la gente se empodera adecuadamente, nada puede desalojarle del alma esa enriquecedora sensación que nace al descubrir las raíces y las fuentes del poder ciudadano.
Llegado el momento para impulsar las transformaciones que el tiempo demanda, los tiranos pueden retardar circunstancialmente el fluir de los cambios, hacerlos más costosos y menos inmediatos de lo que originalmente deberían ser, pero nunca, jamás, pueden detenerlos. Sólo por ser idiotas, por estar completamente apartados de la realidad, llegan a creer lo contrario. El poder ejercido despóticamente ciega y llena de estulticia el pensamiento de quienes así actúan. Al final de la jornada, los envanecidos, los que se sentían grandes, invencibles, todopoderosos, ruedan estrepitosamente. Nadie los acompaña en su desvergonzado llanto; desnudos e íngrimos se les ve correr en la huída.
Ninguna fuerza alcanza para borrar la belleza del cuadro pintado por millones de personas engalanando las calles y avenidas de un país en reclamo de libertad y democracia. Son millones de gargantas que al gritar al unísono dejan en claro que el futuro toca a la puerta y ésta se abre de par en par para que aquél sea bienvenido, recibido con los vítores alentados por la satisfacción del deber cumplido. Allí el heroísmo es de verdad, no el de pacotilla de tontos líderes mesiánicos que al final de cuentas siempre terminan pareciéndose al ídolo de Nabucodonosor. La auténtica heroicidad descansa en la movilización colectiva, activada como corresponde manteniendo cable a tierra. El único héroe es el pueblo cuando decide no callar más lo que piensa, lo que siente, lo que aspira. Eso hay que entenderlo, asumirlo, vocearlo. De lo contrario, persiste el peligro de que la esperanza sea estafada.
Los pueblos se sientan a escribir su historia una vez terminan la faena de hacerla. ¡No perder el empuje! es la consigna.
@luisbutto3