La columna pasada la terminé sugiriendo que la mejor salida de la crisis venezolana es la negociación. Para el pueblo de ese país sería mucho mejor poder contar con una transición pactada y pacífica hacia una democracia sólida y hacia un gobierno respetuoso del Estado de derecho.
Sin embargo, las posibilidades de una negociación que llegue a feliz término son pocas. En tres ocasiones, el Gobierno venezolano ha convocado a la oposición a diálogos, con mediación internacional, y las tres veces Maduro utilizó el tiempo invertido en las conversaciones para debilitar a la oposición y para desactivar la protesta social en su contra. Los pocos acuerdos que se consiguieron no se cumplieron y el Gobierno compró tiempo.
Lograr que la oposición y la comunidad internacional vuelvan a confiar en el oficialismo para reiniciar diálogos es difícil. La propuesta de México y Uruguay ni siquiera reconoce que el fin último de las negociaciones debe ser la terminación del gobierno, y por eso puede brindarle oxígeno al oficialismo y terminar perpetuándolo en el poder.
Por esta razón, la presión internacional legal no puede ceder. En la medida en que no se definan unos términos de referencia claros para una negociación creíble, la comunidad internacional no tiene otra opción distinta a continuar y profundizar el cerco diplomático que le ha impuesto al gobierno de Maduro para obligarlo a dejar el poder.
La visita de Duque a Estados Unidos confirmó que la apuesta colombiana es la misma apuesta del gobierno Trump: lograr el fin del gobierno Maduro. Y como en todas las apuestas, se puede ganar o perder.
Así se podrían empezar a resolver los problemas generados por el desentendimiento entre Bogotá y Caracas, y si la transición va acompañada de un reajuste económico pronto y efectivo, por esa misma vía empezaría a remediarse la difícil situación migratoria. Además, la posición colombiana a nivel regional saldría fortalecida y la relación con Washington no se vería afectada negativamente. Sin los costos de enfrentamiento militar, ganan todos.
Pero si la apuesta se pierde y Maduro no sale del poder por las buenas, hay al menos dos posibilidades. De un lado, que Estados Unidos decida intervenir para sacar el gobierno a las malas, y aquí la incertidumbre sobre los resultados es tan alta y los riesgos tan grandes, que cualquier cosa que salga mal terminaría inevitablemente afectando a Colombia. En este escenario, es muy probable que Duque no pueda resistir la presión de Estados Unidos y termine involucrado, a regañadientes, en la operación militar. Eso alejaría a Colombia del consenso regional que ha liderado en el Grupo de Lima. Pierde Estados Unidos porque su interés siempre ha sido amenazar para lograr su objetivo, pero no intervenir directamente. Pierde Colombia porque su liderazgo terminaría reducido a sumisión si se involucra en una operación militar de iniciativa estadounidense. Y pierden los venezolanos, porque el traumatismo puede ser enorme y las probabilidades de cambio de régimen pocas.
De otro lado, Maduro puede exponer la vacuidad de la amenaza y terminar adaptándose a la presión internacional, como lo hizo Cuba. Washington podría decidir que no se arriesga en lo militar, y Maduro se queda. Aquí no se resuelven los problemas de la relación entre Venezuela y Colombia y, además, es muy probable que Maduro le haga pagar a Duque el haber apostado con Trump por su caída. Pierden todos, gana el oficialismo.
Así, el cerco diplomático a Maduro funcionaría para los intereses nacionales colombianos si presiona al oficialismo para que negocie su salida o para que se vaya sin negociar. Cualquier otro escenario, nos pondría en grandes problemas.
Publicado originalmente en el diario El Tiempo (Colombia)