Venezuela fue el primer país que Fidel Castro visitó luego del triunfo de la revolución cubana en enero de 1959. También fue el país latinoamericano en el cual ese acontecimiento tuvo el mayor impacto emocional. 40 años después fue la tabla de salvación del castrismo, pero hoy puede ser el sitio de su sepultura, por obra y gracia del mal cálculo de los hermanos Castro al señalar a Nicolás Maduro como heredero y sucesor de Hugo Chávez.
En Pekín y Moscú no faltan los deseos de propinarle una derrota a Donald Trump en “su patio trasero”. Pero ello no parece posible, porque intentar eso, es decir, intentar salvar al régimen de Nicolás Maduro, sale muy caro y a estas alturas no vale la pena.
Si la Venezuela de hoy fuera un país razonablemente próspero, o al menos lo fuera su industria petrolera, con una producción de 5 o 6 millones de barriles por día (y con el impacto que eso conllevaría en el mercado mundial de hidrocarburos) la historia sería otra. Rusia y China contarían con un aliado autoritario en el Caribe. Tal vez al nivel de Turquía. Y no con un arruinado candidato a satélite.
El poder geopolítico del régimen chavista era directamente proporcional a la producción o al precio del petróleo. Hoy no tiene ni lo uno, ni lo otro.
Siga leyendo en AlNavío